PRÓLOGO
DE LOLA CLAVERO
Nunca he sido la musa de nadie
Francisco
Javier Rodríguez Barranco
Ediciones
Azimut
Año
2017
176
páginas
15
euros
Ciriaco
es un hermano de alma de los antihéroes que alumbró la novela del siglo XX;
comparte con ellos la angustia y el estupor de vivir en una sociedad
disparatada; en un espacio y un tiempo que no le pertenecen, más aún cuando le
sorprende la llegada de otro siglo todavía más inestable que el propio siglo
XX, el siglo XXI, donde se encuentra como un elefante en una cacharrería.
Asiste
ajeno, por ejemplo, a la invasión de las nuevas tecnologías, ordenadores y móviles, que exigen la comunicación constante y urgente entre los seres
humanos, no obstante, cada vez menos comunicados, y amenazan con distraerle de
su eterno estado contemplativo.
Su reino no es de este mundo, ni siquiera de
esa ciudad que, como símbolo del cambio global, advierte de una amenazante
transformación con sus obras interminables y el consecuente peligro que corren
los críticos, los inadaptados, todos aquellos que no admitan el imperio de su
nuevo Régimen que aplasta con sus intereses económicos pedestres el aliento
lírico que se desperdiga como modo de rebeldía en grafitis por la ciudad.
Ciriaco Medina ha sido un lobo estepario como
el Harry Haller de Hermann Hesse y también el mismo Holden Caulfield de El guardián entre el centeno, un
observador melancólico que creía poder refugiarse en su propia acedia, pero
ahora sabe que como Josef K. podría ser la víctima propiciatoria de El proceso. La sociedad quiere personas
normales y él es culpable de ser diferente. Esa diferencia es ya suficiente
materia de peso para la condena.
Y el
aviso de su propio final, su particular «hoja roja» llegará con la muerte súbita e inexplicable de su
único amigo, Miguel Ejido, un indigente con presuntos delirios paranoides que
barrunta una desgracia y unos ejecutores; «ellos».
Nadie
lo cree y, sin embargo, Ciriaco sí, porque «ellos» tal vez
no tienen un rostro y, no obstante, son la representación del poder que no
tiene nombre y, pese a todo, infalible y
sin dejar nunca huellas.
Ciriaco,
como Miguel, también es un desertor del sistema. Durante muchos años,
renunciando a sus sueños de juventud, ha
conducido un autobús de la EMT sin mayores horizontes que un recorrido diario
que le lleva de regreso indefectiblemente al punto de partida. Como para
Leopold Bloom su travesía no fue más que perderse en el laberinto interior y
circular de su ciudad, pero la prejubilación lo aparta de la obediente rutina y
lo empuja a desempolvar su curiosidad soterrada para desentrañar los misterios
que la ciudad esconde y ha pasado a ser un ciudadano incómodo, porque ha dado
ese paso riesgoso con el que nos convertimos en El extranjero al atrevernos a mirar desde fuera y a saber más de lo
que se permite.
Estudiante
tardío de criminología e inspector pseudo-oficial, vive su pseudo oficio sin
pasión ni placer pues ya por la fatalidad de su
fecha natalicia que conlleva su propio nombre ha nacido para el dolor.
Ciriaco, bautizado como uno de los Mártires de Málaga y educado bajo las
premisas judeocristianas, huye de la felicidad y cualquier momento de gozo lo
hace sentir culpable. Busca aficiones rutinarias y solitarias como el
coleccionismo de sellos y huye de cualquier festejo para organizarse
excursiones a lugares anodinos que le permitan penar sin compañía, sin
contemplaciones voluptuosas de la naturaleza y, en cierto modo, gozar con su
poética del fracaso y se regodea en el fango críptico de sus consabidas
sentencias: «Me considero un fraude de
mí mismo», «Sólo me reconozco en mis errores».
Como
contrapunto a Ciriaco, encontraremos el elemento positivo; Mercedes. Su vida
está marcada también por el fracaso, aunque su fracaso se debe a causas
externas. Ha sido víctima del maltrato machista de su padre y de su novio, pero
conserva la esperanza como ese último bien que queda en el fondo de la caja de
Pandora.
Mercedes
necesita desesperadamente el afecto y no le importa mendigarlo, ya sea en los
brazos de un novio hortera y adúltero –Darío– o en la ilusión de que Ciriaco la
perciba por fin como mujer. Incluso procura buscar las circunstancias propicias
para internarse en un hospital con tal de recibir las atenciones y el cariño
que tanto le faltan.
Pero
Mercedes, fuera de ese ámbito, está condenada a la indiferencia. Su novio,
Darío, le hace el amor sin mirarla a los ojos y nunca la escucha cuando le
habla y su amigo Ciriaco es incapaz de recordar su nombre y la llama
indefectiblemente María Mercedes. Es consciente de no ser la musa de nadie, pero
sabe que la alegría viene en momentos pequeñitos y con eso se va conformando.
En una
estructura circular, la novela comienza con una cena entre Ciriaco y Mercedes y
vuelve a ella al final de las páginas. Entre otras cosas, la situación servirá
para refrendar la tesis de la imposibilidad de la pareja, que Javier Rodríguez
Barranco ya había aventurado en su libro de relatos Los brazos de Venus.
Los
personajes protagonistas de esta cena, que es el marco de la trama narrativa,
cada cual en la burbuja de su propio fracaso existencial, en vez de dialogar
sobreponen monólogos; monólogos explícitos y también interiores. Ciriaco sufre
por lo que nunca hizo y por lo que cree que nunca más podrá hacer y Mercedes,
aunque dolida por un pasado de agravios, aún cifra su esperanza en la compañía
que pueden hacerse dos soledades reunidas –la suya y la de Ciriaco– y se desespera por el poco talento que tiene su
amigo para vivir el presente.
Pero el
círculo, que podría cerrarse al final con la frustración inevitable, huye de la
perfección como huye de la muerte y emplaza el desenlace a la ilusión de un
futuro, cuando Ciriaco se decide por fin a emprender una aventura. Esta odisea
significa la negación de una felicidad cómoda, pero resignada con Mercedes,
aunque también la definitiva ruptura con su biografía circular en la ciudad que como una planta carnívora
amenaza con engullirlo.
Ciriaco
comprende que esa ciudad, con cuyo nombre viene marcado hasta el apellido
(Medina), ya no es la suya y lo expulsa, como a otros marginales, cuando
empieza a comprender sus enigmas.
Su
investigación en torno a la muerte de Miguel Ejido, el mendigo visionario, le
hará sumergirse en una inquietante realidad paralela, la mendicidad; un
submundo que también trató Juan Manuel de Prada en una novela muy reveladora
para mí, La vida invisible, pero que
Barranco con la mirada de Ciriaco, su alter
ego, en mi opinión, aborda desde una perspectiva nueva, conforme a la
temperatura de unos tiempos crueles, donde campa la aporofobia; el odio abierto
a quien afea un sistema de supuesto progreso.
Ciriaco
encontrará en esta incursión valleinclanesca, un inventario de criaturas
preciosas que combinan la lucidez con el delirio. Asuntos muy compatibles si se
deduce que una cosa es consecuencia de la otra. Entre todos ellos se nos
destaca el nombre de Eulogio Fajardo con su discurso bien hablado como su
nombre indica, pese a que la fragilidad de su memoria cambie de nombre a los
lugares y a las personas. Se trata de un mendigo que pide limosna a la puerta
del cine Alameda, pero, sobre todo, pregunta la hora. Su obsesión por el paso
del tiempo adquiere los tintes del memorable tempvs fvgit horaciano también en el tono epistolar de sus misivas
a Fabiano, que son, en mi opinión, uno de los fragmentos más poéticos y valiosos
de esta novela. Quien sea admirador de la ínclita novela Juegos de la edad tardía, de Luis Landero, encontrará ahí un
encanto irresistible, si bien en ellos impera el clasicismo en el mejor sentido
de la palabra –aunque, ciertamente, no encuentro que en los clásicos pueda
haber otro sentido si no es el mejor.
Resulta
significativo que los demás mendigos interrogados por Ciriaco no tengan nombre,
aunque sean reconocibles en la geografía cotidiana de nuestra ciudad malagueña.
Criaturas con genio muy vivaz e ideas originales en materias de inventos, donde
siempre hemos sido notables. Nuestra ciudad es la de muchos picassos puestos
del revés.
Hay fronteras poco
precisas entre el genio y el majarón, precisamente porque ambas cualidades son
fruto de lo mismo.
En plan
Unamuno, habría que preguntarse, si antes que mundializar Málaga, no habría que
malagueñizar el mundo.
Ciriaco
se lo ha propuesto y, aunque se vaya por un tiempo, volverá para reintentarlo.
Esta novela de Barranco nos anticipa el mejor
de los sabores; el sabor de la esperanza.