Año de publicación: 2017
150 páginas
Cuando uno visita en Pittsburg (Pensilvania), ciudad
natal del artista, el museo de Andy Warhol se encuentra con un habitáculo
similar a los fotomatones donde se puede grabar a sí mismo poniendo caritas
durante tres minutos, creo recordar, y eso es arte. Probablemente fue Andy el
pintor que mejor comprendió la relatividad de todo proceso artístico, puesto
que defendió la creatividad intrínseca a todo ser humano. Según el autor
estadounidense, unos pocos minutos de cualquier persona pueden considerarse
como una obra de arte. De hecho, dentro del eclecticismo que le caracterizó,
rodó la película Imperio con una
técnica tan simple, pero tan compleja como situar una cámara inmóvil enfrente
del Empire State Building durante ocho horas. El arte de la vida, el arte que
nos rodea. Y si el arte pop nació no fue nada más que por la falta de héroes de
todo tipo que inundó el mundo occidental después de la Segunda Guerra Mundial.
Casualmente, hace pocos días he visto por primera vez una
película de 2012 (no pude disfrutarla en su momento por circunstancias de una u
otra índole y ya lo siento), Copia certificada, de Abbas Kiarostami, con una inconmensurable Juliette Binoche,
donde la tesis esencial es que con menos culo también se caga, dado que la
diferencia entre el David de Miguel Ángel situado en una plaza de Florencia y
el original situado en la Academia de la misma ciudad es imperceptible, solo
que utilizando argumentos bastante menos escatológicos que los míos.
Mucho más reciente es la reproducción a tamaño real de la
Capilla Sixtina llevada a cabo por una conocida compañía del entretenimiento made in USA, con la idea de servir de
contexto a otra conocida serie televisiva, y no creo yo que ningún crítico deba
rasgarse las vestiduras por ello.
Pues bien, llega ahora Historia cómica del arte, de Enrique Gallud Jardiel, para liberar
definitivamente el clavo de la devoción estética.
«La
mastaba era una pirámide truncada, lo que indicaba que el presupuesto se había
acabado antes de terminarla» se afirma en dicho texto en el capítulo dedicado
al arte egipcio, lo que ya nos da idea del tono de la obra: jovial y
respetuoso, salpimentado de introitos cotidianos, porque el arte no escapa o no
debe escapar a la vida.
Organizada en dieciocho
secciones que van desde el arte rupestre hasta el «incongruente arte del siglo
XX», los títulos de cada epígrafe son también bastante ilustrativos de las
intenciones del texto: «El hortera arte rococó y el cursi arte neoclásico»;
«Las divertidas artes mesopotámica, persa y hebrea»; «El simpático arte
impresionista»; etc. Adjetivos inusuales para definir los diferentes períodos
artísticos de la historia de la humanidad.
Nadie es un héroe para su
ayuda de cámara, según el conocido aforismo, la grandeza se pierde entre
quienes están familiarizados con ella y Enrique Gallud se siente muy cómodo
entre casi todas —yo creo que todas— las disciplinas estéticas que
conocemos. De ahí que pueda acercarse a ellas con una mirada desidealizada,
pero con un indudable sesgo de admiración en todo lo que glosa: pienso que
quienes conocen bien al autor no podrán afirmar nunca que su crítica es
destructiva. Enrique Gallud habla sobre lo que ama y sus parodias se tiñen de
ternura, pero sobre todo de complicidad.
Gregorio Marañón afirmaba que
la crítica consiste en descubrir una arruga en el cuello de la persona a la que
se ama. Ahora bien, uno puede rechazar esa arruga o uno puede sentirse más
humano ante ella y, por lo tanto, más próximo. Sin duda, la actitud de Gallud
apunta directamente a esa segunda posibilidad.
Del arte romano, cuando se
refiere a los relieves históricos, el autor afirma que «cuando se cansaban de tallar guerreros, metían en medio
de la multitud a un hipopótamo que les abarcaba medio friso y así acababan
antes. Luego, los estudiosos se han quedado perplejos en muchas ocasiones al
ver estas estampas bélicas». ¿Y no es eso exactamente lo que siempre hemos
pensado sobre el arte, pero nunca nos hemos atrevido a decir? Con otras
palabras, ¿no hemos tenido muchas veces la sensación de que los, digamos,
expertos condicionan nuestras opiniones como mejor les parece?
Dentro del romanticismo, en opinión de nuestro autor, se «muestran acontecimientos de carácter heroico:
revoluciones, barricadas, batallas, reuniones de vecinos y carreras de sacos.
Los temas medievales, históricos y bélicos en general estaban a la orden del
día, porque los pintores románticos, como las criadas de pueblo, tenían
debilidad por los uniformes»; lo que se me antoja un magnífico
ejemplo de la grandeza artística atenuada por destellos de la vida corriente:
un modelo de parodia sin heridas ni sangre, pues de lo que se trata no es de
ridiculizar a los creadores sino de observarlos desde un prisma adecuado al
común de los mortales.
En cada párrafo hay, al menos, una opción cómica, lo que dificulta mucho la
lectura de este libro, pues quien lo hace ha de alternar entre la carcajada y
su vehemente deseo de seguir adelante. Reproduzco como ejemplo la segunda mitad
del párrafo dedicado a La rendición de
Breda, de Velázquez, por su innegable elocuencia: «En
el cuadro se ve a un montón de gente sosteniendo lanzas y picas: enhiestas las
de los que han ganado la batalla y más alicaídas las de los perdedores. Se
equivocan los que han querido ver en ellas un símbolo fálico de supremacía
hispana».
Porque en eso consiste la Historia cómica
del arte que estoy, modestamente, reseñando: en un decidido afán por
acercarse a la estética con otros ojos: los ojos de la risa.
Por
fin, ya que inicié estas reflexiones con el artista norteamericano, quiero
acabarlas con él, pues de Andy se considera que: «Warhol
es, por excelencia, el pintor de supermercados, pues se inspiró en letras, en
latas de sopa, paquetes de galletas y guisantes congelados»;
donde se comprueba lo cotidiano de la pintura cotidiana por excelencia, es
decir, el arte pop, arropado ahora por una nueva dimensión: la mirada burlona, y por ello sagaz.
Relativicemos, pues, relativicemos, riámonos de
nosotros, de los valores consagrados, que aquí somos todos contingentes, y
sintámonos más ligeros, porque pudiera ser que un plato rebosante de fruta
fresca nos hiciera disfrutar más que el mejor bodegón de Cézanne, y mira que me
gusta Cézanne.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
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