Pero, vamos a ver, tío, que te acaban de conceder el Premio
Nobel de Literatura, no me jodas, que si dijéramos que eres un dinosaurio y te dan la grata
nueva de que un meteorito se aproxima a la Tierra a toda leche y te vas a
extinguir, pues, mira, entonces sí es lógico que te entre la angustia
existencial y te preguntes, según pasa toda tu vida por delante de ti en un
instante, para qué han servido las diez toneladas de carne (en caso de ser
carnívoro) o de plantas (en caso de ser herbívoro) que te has zampado
diariamente para llevar una dieta equilibrada.
Pero si te acaban de dar el
Premio Nobel, no sé, es para que se te notara un poco más animado, aunque sólo
fuera una chispita de alegría.
Es lo usual. Sobre todo cuando procedes de un
país que ha sido injustamente ignorado por dicho galardón hasta la fecha, y en
algún caso de manera escandalosa, como es el de Jorge Luis Borges.
Que yo no digo, por favor, que nadie me malinterprete,
que te dan el Premio y a ti te pega tal subidón, que te separas de tu mujer de
toda la vida, que además es tu prima, e inicias una relación con una filipina,
recién enviudada, cuya principal aportación al mundo de las artes consiste en
anunciar azulejos o bombones. No, no, yo
no digo eso. Dios me libre. Pero otra cosita, puesto que cuesta mucho trabajo
admitir que te concedan el máximo reconocimiento universal en lo que ha sido tu
actividad profesional durante toda tu vida y eso implique para ti el mayor
disgusto de tu vida.
Ha
habido quien ha renunciado al galardón, como es el caso de Sartre, a otros le
han hecho renunciar, como le sucedió a Pasternak, y otros, como el recién
galardonado Bob Dylan, no se sabe si le hace ilusión o no: aparentemente ha
aceptado el Premio, pero pero a tres semanas para la entrega oficial, todavía
no se sabe si viajará para recogerlo. Y yo puedo comprender que uno renuncie
(lo de Pasternak, en cambio, me parece una canallada), pero aceptar para
renunciar, según se ve en El ciudadano ilustre (2016), de Mariano Cohn y Gastón Duprat, eso es ir un paso más
allá. Eso no se le ocurre a cualquiera. A mí que no me digan. A mí me parece que eso es algo.
Nos hallamos, pues, ante una película bastante
miraombliguista, cuyo punto de arranque, sin embargo, coincide con el de Volver a empezar (1982), de José Luis Garci, es decir, un Premio Nobel de Literatura en lengua española, exilado de su país durante décadas y que regresa a su tierra durante unos días para reencontrar al amor de juventud. Pero a partir de ahí, cada película toma su propio rumbo, que en el caso de El ciudadano ilustre reclama imperiosamente la benevolencia del espectador, como puede apreciarse en los siguientes detalles que pertenecen al planteamiento básico del guion, por
lo que no destripo el argumento si los enumero:
1.— No es creíble, como decíamos antes, que a un escritor le den el Premio Nobel de
Literatura y le conviertan en el representante máximo del pesimismo metafísico.
Incluso José Saramago creo que sonrió en su momento.
2.— Resulta muy difícil aceptar que una persona
que se va de su pueblo, Salas, nombre capicúa no sé si con intención, la
intención del eterno retorno, tema muy borgiano, resulta muy difícil —disculpen
la digresión— que una persona se vaya de su pueblo a otro continente en el
medio de la nada cuando tiene veinte años y que durante los cuarenta siguiente
su labor literaria se centre exclusivamente en las evocaciones de ese pueblo,
casi una aldea, al cual no ha regresado en su vida.
3.— Parece poco probable que, una vez que dicha
persona se decide a volver, que cuarenta años sí es algo, concedido ya el
Premio Nobel, el primero del país en cuestión, insisto, y lo hace en avión
desde Barcelona, el comandante de la aeronave lo saluda desde los altavoces del
avión, pero no hay un cohorte de periodistas esperándole a la llegada, ni un
ejército de reporteros en Salas, puesto que es obvio que regresa ahí.
Podríamos
enumerar otras muchas apelaciones a la magnanimidad del público, pero entonces
tendríamos que desmenuzar la trama, que es precisamente lo que me propongo
evitar. Ya he comentado que los tres puntos anteriores constituyen el planteamiento
de esta producción, los mimbres sobre los que se monta el cesto.
Quiero
cerrar estos comentarios poco encomiásticos con una última idea y es la de que
hay largometrajes que intuimos que con el paso de los días su valoración crecerá
en nuestro interior. Eso me pasó, por ejemplo, con Desayuno en Plutón (2005),
de Neil Jordan. Pero hay otros, como el filme que ahora nos ocupa, que uno sale
con la sensación de que sí, que está bien, pero que no termina de convencerle,
y que soportan muy mal el paso de los días.
E
inicio ahora los comentarios positivos, puesto que esta película es la
candidata de su país al Oscar a la Mejor película en habla no inglesa, y claro
que hay cosas dignas en ella. Digamos que nos enfrenta a dos grandes
interrogantes: ¿lo que estamos viendo sucede realmente dentro del mundo que
toda obra de ficción construye, o se trata de la imaginación del escritor
protagonista del filme? En caso de sí suceda, ¿el escritor regresa a Salas por
motivos nostálgicos o para buscar el argumento a una nueva novela?
Pues
bien, yo tengo mi opinión al respecto, como otras personas tendrán diferentes
opiniones, pero no hay nada en este largometraje que nos permita responder con
argumentos objetivos, lo cual me parece todo un acierto, dado que, con arreglo
a mis particularísimas preferencias, pocas cosas me gustan más que un final
abierto, sobre todo porque eso me hace sentir como un espectador activo, y no
un mero observador de secuencias.
Impecable
la actuación de Óscar Martínez y, por último, otro cualidad que quiero destacar
de este filme es su textura literaria, lo cual se aviene muy bien al personaje
central de la película. Los personajes, las situaciones, los diferentes
conflictos que van surgiendo —conflictos larvados durante décadas, como sucede
en lo más profundo de cualquier país— parecen sacados de una novela y eso me
parece otro acierto. De hecho, el argumento se articula en capítulos y quizá sea ese olor a literatura lo que aúpa un poco esta película.
Por
ello, si nos adentramos un poco en el argumento, apenas sugerirlo, he de
manifestar que la influencia borgiana (una vez más volvemos a tropezar con este
grandioso escritor) es fundamental, sobre todo el relato "El sur",
donde una persona culta y exquisita se adentra en la Pampa salvaje con el
desenlace que todos podemos suponer. De alguna manera eso es lo que le sucede a
Daniel Mantovani, protagonista de la película, que desde un ambiente elitista
regresa a un mundo de relaciones primarias.
Hemos
de comentar también que ese contraste entre civilización y barbarie ya fue
explorado por Domingo Faustino Sarmiento, que luego fuera Presidente de la
Nación, en la obra Facundo, y que ya inspiró a los directores de El ciudadano
ilustre en El hombre de al lado
(2009): la acción aquí se sitúa en un sofisticado Buenos Aires, en El ciudadano ilustre en un remoto rincón
rural de vivencias brutales. Es como un círculo vicioso o nudo gordiano, que es
donde hemos de buscar lo mejor del último filme de Cohn y Duprat.
Así
pues, nuestros mejores deseos a esta película y esperemos que corra mejor suerte que la arriba mencionada de Garci, puesto que si a alguien se le ocurre
dar el Oscar a la Mejor película en habla no inglesa a El ciudadano ilustre, van a convertir a los responsables de esta película en las personas más desgraciadas del mundo.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
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