No voy a ser yo, desde
luego, quien descubra a Ken Loach, un cineasta que con filmes como Agenda oculta (1990), Lloviendo piedras (1993) o Sólo un beso (2004), se ha labrado un
lugar de privilegio entre los escarnecedores del capitalismo, como Oliver Stone
o Michael Moore al otro lado del Atlántico, pero con mucha mayor finura, con
mucho más estilo, con mucha mayor precisión; sin la visceralidad o la broma fácil
que caracteriza las últimas producciones de los dos directores norteamericanos recién mencionados.
Y el caso es que cuando Loach quiso rodar una comedia lo
hizo magistralmente bien en La parte de
los ángeles (2012), sin abandonar, por supuesto, su alegato de denuncia de
la sociedad británica.
De esta manera, llega a las pantallas Yo, Daniel Blake (2016), que vuelve sobre las
cuestiones habituales en Ken, pero cada vez más desprovisto de artificios, sin
aspavientos, con proverbial sobriedad, con inequívoca eficacia, con textura
casi documental, que recuerda a Zoe (2016),
de Ander Duque, un filme que formó parte de la Sección Oficial del último
Festival de Málaga. Cine español.
Ganadora del Premio del público en el FEstival de San Sebastián de 2016, Palma
de oro en Cannes el mismo año, largometraje a concurso en la Selección oficial del Festival Internacional de Cine de Toronto (TIFF), Yo,
Daniel Blake nos sitúa ante una situación kafkiana en la que una persona,
de cuyo aspecto se deduce que debe estar próximo a la edad de jubilación y que
ha sufrido un ataque al corazón, no puede trabajar porque no se lo permite el
médico, pero tampoco puede recibir la prestación por discapacidad, porque no se
lo permite el organismo evaluador.
En
esa tesitura, para poder obtener algún ingreso, ha de optar al subsidio por
desempleo, pero entonces tiene que demostrar que dedica 35 horas a la semana a
buscar empleo, pero si encuentra empleo, ha de rechazarlo, porque, como
recordaremos, no dispone de alta médica. Tampoco puede apelar la decisión de no
concederle la incapacidad porque para ello ha de esperar una llamada telefónica
que no llega nunca ni hay obligación de formalizarla dentro de un determinado
plazo.
Todo eso se expone en los primeros compases de la
película, por lo que no desvelo nada sobre su desarrollo y desenlace. De hecho,
el inicio del largometraje es un fondo negro sobre el que se escucha el
cuestionario de una técnico sanitaria, tras el cual el espectador intuye que la
solicitud de incapacidad va a ser rechazada porque, entre otras cosas, a cual
más dispar, el enfermo, aunque ha estado a punto de morir de un infarto, es
capaz de ponerse el sombrero con las dos manos. Trágicamente absurdo.
Lo que desbarata cualquier solución racional al círculo
vicioso burocrático, que seguro que no se le ocurrió ni al mismísimo Kafka, es
que todo eso está trazado para mayor satisfacción de los ordenadores. Los
funcionarios, los técnicos sanitarios, apenas son muñequitos con manicura que
se limitan a seguir los designios de las máquinas, no porque las máquinas
tengan capacidad de decisión por sí mismas (creo que la técnica no ha llegado
aún a eso), sino porque alguien con ADN de ser humano ha decidido que las cosas
sean así: someter la vida a modelo informático, lo que pudiera parecer muy
cómodo, pero las máquinas en realizan no se adaptan a la piel de la sociedad
sino que se limitan a diseñar algoritmos de vida, y mucho es.
Y es
que la vida, queridos hermanos que leéis estas líneas, no es digital, sino
analógica, o anailógica en ocasiones, pero nunca digital, por mucho que una
sucesión de ceros y unos parezca acercarse, porque entre dos puntos de una
curva analógica hay infinitos puntos, mientras que entre dos puntos de una
escalera digital hay un número altísimos de ceros y unos, pero nunca infinito.
De ahí que, poner el cuidado de los más desfavorecidos de la sociedad dentro de
un conjunto de operaciones objetivas y asépticas se nos antoja la mayor de las
crueldades, según sucede en Yo, Daniel
Blake.
¿Quién no ha pasado alguna noche de insomnio porque
determinada página de internet no nos permitía resolver lo que queríamos
resolver en ese momento y una detrás de otra aparecía un mensaje de error en
color rojo angustioso en la pantalla? ¿Qué sucede entonces cuando un carpintero
próximo a la edad de jubilación, que nunca ha necesitado los ordenadores, ni se
ha sentido jamás atraído por ellos, tiene que rellenar su CV on-line o cumplimentar impresos
oficiales de la misma manera?
Las personas hemos pasado a ser registros dentro de unas
bases de datos gigantescas y seguiremos existiendo mientras alguien no borre
ese registro. Podremos respirar, pero habremos dejado de existir oficialmente.
Lo hemos conseguido, ya no duele la muerte: tan sencillo como pulsar la
tecla “Cancelar” en una pantalla. Todo ello dentro de un sistema que pretende
mantener las apariencias de preocupación social.
Porque la situación que nos plantea Loach con su última
película es mucho peor que el Londres dickensiano: ahora ya no hay miseria en
las calles, ahora casi se podría comer en las aceras, pero a las personas se
las aparta, como si de virus troyanos se tratara. Dickens dibujó un mundo
inhumano, pero ahora habitamos en unas sociedades deshumanizadas, que es mucho
peor, puesto que la humanidad o la falta de humanidad son valores diferentes
dentro de un mismo vector.
Si suponemos que el vértice del vector es la
inhumanidad absoluta y la punta de la flecha la generosidad total, nadie
alcanza el 0% de humanidad: no es totalmente inhumano el señor Scrooge en Cuento de Navidad, de
Dickens, e incluso vemos a Hitler acariciando niños en El hundimiento (2004), de Oliver Hirschbiegel,
una de las críticas más feroces del nazismo, dado que enfoca las causas y no
los efectos. De la misma manera que nadie es generoso al 100%, pero humanidad e
inhumanidad se mueven en el mismo vector y conviven dentro de una misma
persona.
Sin embargo, la deshumanización ocupa un plano diferente.
Para la deshumanización no existen las personas. La deshumanización se mueve en
regiones sin encarnadura humana. La deshumanización sí es insensible al 100%. Y
puede que eso sea muy cómodo. Puede que así gocemos siempre de niveles
racionales crueldad, según nos permitan los algoritmos tecnológicos. Pero todo
eso conduce, sin duda, a la exclusión de los seres humanos bajo el paraguas de la
indolencia: ya se ocupan las máquinas del trabajo sucio.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
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