Cuando inicié este blog, hace ya
ochenta y una reseñas, me propuse dotar al cine de una dimensión de la que se
le está privando por razones obvias de inmediatez. Lo normal es que la crítica
cinematográfica se oriente hacia cuestiones meramente cinematográficas, lo que
obviamente está muy bien, pero me parece insuficiente. Se habla de la
actuación, del guion, de la dirección, etc. Todo un glosarios de conceptos
relacionados con el cine en sentido estricto, pero creo que se está privando a
este arte, nada menos que el Séptimo Arte, de su vinculación con la historia
del pensamiento humano o la relación con otras posibilidades artísticas. Es
hacia ahí donde quiero dirigir mis palabras, con mayor o menor fortuna.
Así, una película como Miles Ahead (2015), protagonizada y
dirigida por Don Cheadle, inspirada en la figura de Miles Davis, me lo pone muy
fácil, puesto que se inicia con una cita del músico, que no pude anotar en la
oscuridad de la sala, más que nada porque no llevaba encina nada para escribir,
por lo que no tengo más remedio que ofrecerla de memoria, al menos la idea que
quiere transmitir: Cuando interpreto, creo que llego al infinito, afirmó Miles
Davis; y eso constituye exactamente la verdadera naturaleza del amor a la
sabiduría, del espíritu creador. Un afán de trascender la contingencia para
llegar a regiones donde ya la razón es apenas una referencia remota.
Contemplación pura de la Belleza, que abarca a todos los grandes nombres de
todos los tiempos.
Es la tentación de la suprema sabiduría, la mordedura de la manzana del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal lo que desencadena el primer drama de que tiene noticia nuestra cultura.
Podemos recordar, por ejemplo, un breve pasaje en que Próspero en La tempestad, de Shakespeare, es víctima de una colérica ofuscación, según observan Ferdinand y Miranda: “FERDINAND.- ¡Extraño! vuestro padre es presa de un sentimiento/ que en gran manera le agita; MIRANDA.- Nunca hasta hoy / lo vi destemplado por la cólera”[1]; siendo así que la filiación melancólica de Próspero se infiere de su inagotable necesidad de libros: “tal era el éxtasis/ que sentía por las ciencias de lo oculto”[2]; hasta el punto de dejar el gobierno del Ducado de Milán en manos de su hermano Antonio, que sería quien luego le obligaría a huir para salvar la vida. Angustia fáustica, que no cesa ni una vez recluido en los confines de la isla: “Vuelvo a mis libros,/ que aún he de ocuparme, antes de la cena,/ en muchos asuntos de interés”[3].
Ni que decir tiene, que lo mismo sucedió a Goethe, en cuyo máxima creación, el doctor Fausto no le pide a Mefistófeles la inmortalidad, sino treinta años más de vida y plenos poderes para llegar a la total sabiduría. Mi alma por la ciencia, es el pacto firmado, según comprobamos al inicio de Fausto, pero el mismo espíritu se percibe en el Fausto II, en palabras que ahora pertenecen a Mefistófeles: “A su resplandor verás las Madres; unas están sentadas, otras en pie y andan vagando al azar. Formación, transformación, eterno juego del Pensamiento eterno”[4]; “Ha de aplicarse a ello con un esmero muy especial, pues quien pretenda desenterrar tal tesoro, lo Bello, ha menester del supremo arte, la Magia de los sabios”[5]. Las Madres de la primera cita son los principios o ideas platónicas; la segunda cita, por su lado, destaca la sublimidad de la sabiduría, por lo que no resulta difícil colegir que nos estamos moviendo en el contexto de la Eternidad del saber.
En
esta enumeración de urgencia llegamos a Nuestra
Señora de París, de Víctor Hugo, donde el famoso archidiácono, Claude Frollo,
trágicamente cautivado por Esmeralda comparte con el doctor Fausto la búsqueda
desesperada de la esencia final, y no duda en separarse de la investigación
ortodoxa para internarse en el seno de las
ciencias ocultas: “Hay que decir sin embargo que las ciencias de Egipto,
la nigromancia, la magia, incluso la más blanca y la más inocente, tenían en él
al enemigo más encarnizado y al acusador más implacable ante los tribunales
oficiales de Nuestra Señora; ahora bien, que todo ello fuera una aversión
sincera o una astucia de ladrón, como esos que gritan: ¡socorro!, ¡ladrones! no
era óbice para que las más doctas cabezas del capítulo consideraran al
archidiácono como un alma aventurada hasta los vestíbulos del infierno y
perdida en los antros de la cábala; que andaba a tientas por entre las tinieblas
de las ciencias ocultas.”[6];
“Por eso el archidiácono no fue inhumado en tierra sagrada”[7].
Y, por supuesto, hemos de mencionar a Borges,
quien concibe una biblioteca donde “los libros nada significan en sí”[8].
Ese otro valor de las bibliotecas radica en que encierran en ellas el
significado del espacio interior, un espacio para la búsqueda, para la
inquisición en el sentido literal del verbo "inquirir": “Hace ya
cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores
oficiales, inquisidores. [...]. Visiblemente, nadie espera encontrar
nada”[9].
Si los libros en sí no significan nada, nos esforzamos en la búsqueda de lo
oculto y fracasamos en nuestra neurosis, acabamos entonces dándonos de bruces
con nuestras limitaciones. Por ello, la Biblioteca es mucho más de lo que
significa esa palabra buscada en el diccionario: es el universo, según declara
Borges al inicio del relato: “El universo (que otros llaman Biblioteca)”; es el
espacio que asegura la perpetuación de la memoria, y es, por lo tanto, el
espacio que permite la eternidad: “La Biblioteca es ilimitada y periódica”[10].
Es la Verdad más allá de la verdad. Es la Razón más allá
de la razón. Es la Ciencia más allá de la ciencia. Es la Belleza más allá de la
belleza. Es el infinito que Miles Davis alcanzaba cuando tocaba su trompeta. Lo
que está más allá de las capacidades humanas, lo que trasciende.
Miles Davis dice de sí mismo también en el inicio de la película, que es dual porque nació bajo el signo de Géminis y hoy día lo denominaríamos trastorno bipolar de la personalidad e incluso cosas aún peores, pero esa convivencia de contrarios en una misma persona ha llamado la atención del pensamiento occidental, desde el mismísimo momento que nació el pensamiento occidental, es decir, en la Gracia clásica, pues se observó que las personas que padecían esa cosa, sea la que fuera, que por entonces no había sido bautizada aún desde criterios científicamente sostenibles, eran las personas que más capacidad creativa desarrollaban, y se les denominó melancólícos, puesto que se consideraba que en ellos prevalecía la bilis negra (μέλας = negro), un humor que, con arreglo a los conocimientos médicos de la época, se consideraba que procedía de una mala combustión de las bilis amarilla.
Ésa era la idea más extendida sobre la melancolía antes de que el Problema XXX, 1, falsamente atribuido a Aristóteles, lo transformara radicalmente, puesto que el planteamiento de este Problema no puede ser más elocuente: "¿Por qué todos los que han sobresalido en la filosofía, la política, la poesía o las artes eran manifiestamente melancólicos y algunos hasta el punto de padecer ataques causados por la bilis negra, como se dice de Heracles en los [mitos] heroicos?"[11].
Estoy resumiendo en muy pocas líneas algo que ha constituido una fuente constante de desvelos por parte de los pensadores occidentales durante más de dos mil años, durante los cuales, la imagen de los melancólicos ha pasado por muy diferentes niveles de apreciación/desprecio social. Finalizaremos tan sólo con una idea: el impulso creador se articula sobre una dinámica de contrarios. Es la tensión de lo sublime y lo mezquino lo que genera el arte y ésa es la imagen de Miles Davis que se nos ofrece en el filme que nos ocupa.
No es una exégesis del genial músico lo que se muestra en
la pantalla, sino la incontrolable coexistencia en él de los impulsos creadores
y destructivos al mismo tiempo, articulado todo ello sobre fogonazos del pasado
del músico, referido principalmente a la tortuosa relación con Frances Taylor,
quien afortunadamente todavía vive, y un episodio cuyo eje lo constituye un
falso reportero de la revista Rolling
Stone, que uno no sabe si sucedió realmente o si forma parte de las
alucinaciones de Miles. Ni tampoco importa, en absoluto, porque de lo que se
trata es de descender y ascender simultáneamente a la mera esencia del impulso
creador.
Quiero destacar, por último, el tono tan diferente que están adquiriendo las biografías en el cine, sobre todo las biografías de músicos, pues desde largometrajes como Rapsodia en blue (1945), de Irving Rapper, inspirada en la vida de George Gershwin, o Música y lágrimas (1953), la historia de Glenn Miller (The Glenn Miller Story en su título original), de carácter marcadamente encomiástico, hemos pasado a Ray (2004), de Taylor Hackford, o la española Camarón (2005), de Jaime Chávarri, con una tensión dramática mucho más acusada. En otras palabras, hoy día, ya no se mira al biografiado como si le estuviéramos adorando de rodillas, sino cara a cara, directamente a los ojos, formando parte de su esencia humana y plasmándolo en escena mediante un discurso formal que se adecúa perfectamente al tormento interior del artista.
Creo que es así como debemos acercarnos a una película
como Miles Ahead, todo un viaje a la
raíz misma del arte.
Francisco Javier Rodríguez Barranco