Tráiler oficial
BEAT, la Muestra de cine de autor en el cine Albéniz, de
Málaga se ha cerrado con la proyección de Sólo el fin del mundo (2016), la última película del director canadiense Xavier Dolan.
Antes, el viernes 9 de diciembre, pudimos disfrutar de Toni Erdmann (2016), de Mauren Ade, que al día siguiente sería la
triunfadora absoluta en la entrega de premios del cine europeo, pero si tenemos
en cuenta que esta producción alemana no llega a las pantallas españolas hasta
enero del año que viene, me parece una gozada este adelanto que nos ha
permitido la BEAT.
Si
comenzamos nuestro análisis sobre Sólo el
fin del mundo, a eso se reduce el argumentario de Louis, protagonista de la
película, en opinión de la madre o, al menos, todo su repertorio en el ámbito
familiar, dado que, paradójicamente, se ha labrado un nombre como escritor, es
decir, como muñidor de lexemas. Tres palabras incluso después de haber estado
doce años fuera del hogar familiar.
Sólo el fin del
mundo se nos presenta como una situación en que Louis regresa a casa
después de más de una década ausente, según acabamos de mencionar, para
anunciarles su muerte y es inevitable la comparación con la anterior película
del jovencísimo Dolan, Mommy (2014),
puesto que ambas analizan el entorno familiar, en las dos la madre desarrolla
un rol sui generis, y no existe la
figura paterna. En esta pareja de largometrajes, además, el protagonista es un
hijo varón que padece importantes enfermedades: trastorno de personalidad en el
caso de Mommy, algo que apunta a
físico, puesto que no explicita demasiado, en el de Sólo el fin del mundo. Y en este binomio fílmico, la fotografía (en los casos a cargo de André Turpin) y
la música son esenciales: mucho rock en Mommy,
una banda sonora exquisita en Sólo el fin
del mundo; cuadros 1:1 en Mommy,
profusión de primeros planos cejados en Sólo
el fin del mundo. Volveremos sobre esta última cuestión.
Porque la familia, seamos realistas, es el primer núcleo
social, según hemos estudiado, el más pequeño y el más próximo a
la persona, precisamente por ello el más destructivo, quizá porque “social” y “soledad”
empiezan por la misma sílaba. En la familia se acunan las frustraciones, los
traumas más arraigados, las situaciones más dolorosas para el individuo. La
familia es algo así como un vínculo perpetuo con lo que más nos hace sufrir,
porque uno puede cambiar de muchas cosas: de trabajo, de pareja, de ciudad, de
estilo de ropa, etc. Pero nunca se puede cambiar de familia, por mucho que
pasen doce años, ni tampoco de equipo de fútbol, aunque esto último me parece
discutible. La familia es sólo el fin del mundo, la aniquilación de la persona
sobre unos paradigmas atávicos, pero, vamos, que eso es lo que plasma Dolan en
su filme y no tiene por qué coincidir con mis propias opiniones.
Y para desarrollar lo anterior, nos sitúa el cineasta
canadiense ante cinco caracteres bien definidos: la madre, que personifica la
inconsistencia, Antoine, el hijo mayor, que materializa la brutalidad, Louis,
la melancolía, Suzanne, la hermana menor, da cuerpo a la fragilidad y
Catherine, la mujer de Antoine, a la perplejidad y quizá una cierta atracción
hacia Louis, que tiene poco futuro, puesto que éste es gay. Muy destacable es
también que entre cada hermano, así a ojo de buen cubero, haya unos diez años
de diferencia, lo que nos sitúa prácticamente ante tres generaciones
diferentes, dado que hoy en día, el salto generacional se da cada década.
¿Qué puede hacer Louis, un temperamento sensible, ante un
contexto que le ahoga? Escapar, desarrollar su potencial creativo y escribir
postales a su familia cuando llegan los cumpleaños, porque éste es uno de los
medios más bellos de comunicarse las personas, si no el que más, pero también
de los más sucintos. Tres palabras, insisto, tres palabras es todo lo que Louis
puede compartir con su familia. Pero aun así vuelve al hogar familiar, aunque
ya se corresponde físicamente a otra casa, para completar su sufrimiento cuando
siente que le queda poco de vida.
Algo mencioné más arriba acerca de la técnica fotográfica
utilizada por Dolan y sobre ello quiero volver ahora, puesto que la narración
se construye sobre una sucesión de primeros planos, pero no tomados de frente,
sino de manera oblicua, lo que obliga a los actores a girar la cabeza para que
podamos verles ambos ojos. Unos primeros planos, además, que están cargados de
una enorme elocuencia y es algo digno de alabar en esta producción, habida
cuenta de que, es obvio, que el director ha obligado a los actores a que
sacaran lo máximo de unas miradas inclinadas que llenan la mirada en numerosas
ocasiones, como digo, y en no pocas, sin texto.
Otras
veces hay abundancia de texto, como en la escena en que Louis y Antoine
discuten en el coche de éste, donde lo novedoso es que la toma se
hace desde el asiento de atrás, como si un tercer pasajero estuviera siendo
testigo de ella. De ahí que se vean los reposacabezas de los asientos
delanteros, como no podía ser de otra manera, la carretera por la que
progresan, y tan sólo en posiciones muy forzadas, cuando tuercen la testa, el
perfil de los actores.
“Expresión”
y “exprimir” son dos palabras con la misma raíz etimológica y eso es lo que ha
acometido Dolan con el reparto, que empieza y termina con cinco actores:
exprimir al máximo sus posibilidades interpretativas.
Las
escenas se desarrollan, bien en diálogos a dos, bien sentados todos alrededor
de la mesa de comer, pero considero esencial resaltar que el drama familiar se
desarrolla sin que sepamos exactamente cuál es. Quizá necesite explicarme un
poco: lo que quiero decir es que películas sobre la familia, en general, o
sobre el drama familiar, valga la redundancia, en particular, hay millones
extendidas por todo el cine de todas las latitudes, pero tarde o temprano
acabamos sabiendo a qué responde exactamente el trauma.
Vienen a mi memoria
ahora mismo la danesa Celebración
(1998), de Thomas Virterberg, y la uruguaya La culpa del cordero (2012), de Gabriel Drak, donde existe una causa concreta
(multicausa en el caso de la producción hispanoamericana recién enumerada) que
lo explica todo. Lo mismo podríamos decir de la pieza teatral Todos eran mis hijos (1947), de Arthur
Miller, entre un sinfín de ejemplos. Pero en el caso de la película de Dolan
que estamos considerando ignoramos de principio a fin las razones de la
amargura, empezando por lo más inmediato: ¿por qué Louis se va da casa con
veintidós años y no regresa hasta que tiene 34? No lo sabemos, ni el director
quebequés se molesta lo más mínimo en explicitarlo, porque ése es exactamente
el mensaje que quiere transmitir: no existe una causa para el drama: la familia
es el drama. La familia sólo es el fin del mundo: si es que no puede estar más
claro.
Juste la fin du monde en
el título original ¿Tres palabras? Todavía nos sobran dos.
Francisco Javier Rodríguez Barranco