Creo que no
descubro nada nuevo si afirmo el enorme componente autodestructivo que ha
presidido toda la filmografía de Woody Allen. El escepticismo ante la vida,
ante el ser humano, ante los valores universalmente consagrados ha sido denominador
común de sus películas. Sin embargo a partir de Maridos y mujeres, exclusive, se observa una actitud nueva en la
obra del cineasta neoyorquino. Misterioso
asesinato en Manhattan fue la siguiente película y no fue en su momento
suficientemente bien considerada. Algunas etiquetas peyorativas, como
frivolidad pesaron sobre ella, cuando yo creo que probablemente sea una de las
producciones con guion más elaborado de Mr. Allen. Misterioso asesinato, en todo caso, constituye un punto de
inflexión hacia una actitud que ya se plasma en Balas sobre Broadway y se consagra en Poderosa Afrodita, es decir, la vindicación de la sencillez como
bálsamo a todo este despropósito que denominamos vida. Ni en Balas ni en Afrodita podemos concluir la comedia angustiosa a la que habíamos
asistido en prácticamente todas los filmes anteriores de Woody.
En Todos dicen “I
Love You” se atreve a salir de sus coordenadas habituales para asomarse a
otros géneros, es decir, la comedia musical, a su manera, pero con toques de
comedia musical, y otro contexto, es decir, Venecia, en lugar de su venerada
Manhattan. Suceden a Todos algunas
comedias que quizá no sea necesario mencionar explícitamente y que es probable
que constituyan algo así como una gimnasia mental, un entrenamiento creativo en
espera de mejores momentos de inspiración. Pero con Match Point, que fue la primera película de la trilogía londinense,
se consolida algo que luego ha sido habitual: el escapismo de su circunstancia.
Puede que el inicio de esa trilogía en la capital de la Gran Bretaña obedeciera
a cuestiones de financiación para sus películas, no lo sé. El caso es que desde
entonces asistimos a una voluntad de distancia física, de distancia vital, por
lo tanto, con respecto a las cuestiones más dolorosas de la existencia. Otra
perspectiva. Tras esas películas en Londres vino, en síntesis no exhaustiva, Vicky, Cristina, Barcelona, rodada a
caballo entre esta ciudad y Asturias, que tan bien había acogido a Woody con
motivo del Premio Príncipe de Asturias. París es el gran protagonista en Midnight in Paris, donde el escapismo de
la realidad no sólo es espacial, también temporal, pues el protagonista de
repente se ve en medio de la vorágine del París de los años veinte y de todo su
magma cultural. Roma, en A Roma con amor.
Y San Francisco, y no Manhattan, es la ciudad donde sucede todo en Blue Jasmin.
Pues
bien, hallamos todo un glosario de lugares y referencias geográficas en Magia a
la luz de la luna: la acción se inicia en Berlín, el mago protagonista,
Stanley, magníficamente interpretado por Colin Firth, es de Londres, la médium es
de un pueblo de nombre exótico del Estado de Michigan (¿habrá algo menos
woodyallenesco que un pueblo de nombre exótico en el estado de Michigan?), la
acción transcurre en el sur de Francia, la Provenza, hay un proyecto de luna de
miel a las islas griegas y los Mares del Sur, concretamente a Bora Bora. Al
mundo hispánico sólo se alude en las Islas Galápagos, si bien como evocación de
Darwin, pero, bueno, no se puede tener de todo. Lo importante es que este
largometraje se erige en una especie de panacea geográfica, de donde se infiere
la voluntad universal que guía al director tras cuyas gafas con montura de
pasta se oculta la fiereza de un tigre de Bengala en su concepción.
No es la primera vez que Woody apela a la magia como
sostén de sus filmes, puesto que así lo hizo de manera explícita, por ejemplo, en
La
maldición del escorpión de jade o en Scoop.
Comunicación con los muertos hay también en esta película, así como en Encontrarás al hombre de tu vida. Por lo
que Allen utiliza junto con un espacio nuevo para su obra un elemento que le ha
resultado muy grato en sus últimas producciones, lo que no me parece que sea
casual, puesto que, en efecto, el afán de trascender, o al menos de huir de la
realidad ha presidido la actitud de gran parte de los creadores desde que el
ser humano es el ser humano. Es la búsqueda de la región ideal, como asegura
Fernando Aínsa en gran parte de sus ensayos y de manera meridianamente clara en
Necesidad de la utopía, que puede
movilizar a las comunidades en sentido literal de la palabra “movimiento” en
grandes dinámicas de emigración, o a las personas en la búsqueda de cada Ítaca
individual, bien mediante la “huida” física, bien mediante la evasión
alcohólica o psicotrópica, según es de sobra conocido. Muy destacable es el
caso de los poetas hispánicos del Modernismo que intentaron superar la
ramplonería de la estética realista refugiándose en una especie de exotismo
versallesco.
Y eso es precisamente lo que pretende Woody Allen en Magia a la luz de la luna: cambiar de
lugar, de lugares en este caso, puesto que ya hemos comentado la disparidad de
posibilidades geográficas de esta película, pero sobre todo desbancar el
desasosiego vital, racional, filosófico (las referencias a Nietsche son
constantes) mediante la subversión a otras realidades posibles, menos
lacerantes, menos angustiosas. No me parece casual, por ello, que en la
película se aluda a que el primer contacto de Stanley con la magia fuera el
escapismo tipo Houdini, sólo que hemos de entender ese escapismo como una
metáfora de huida existencial.
Tampoco me parece casual que la acción de la obra se
sitúe precisamente en el año 1928, cuando todavía era posible deleitarse con
los pequeños placeres cotidianos, una banda de hot jazz, o las veleidades metafísicas médiums farsantes. Es cierto
que en la Europa de la época era muy frecuente ese tipo de veladas místicas, o
pseudomísticas, o paranormales, o pseudoparanormales. Luego, en 1929, sin ir
más lejos llegaría la Gran Depresión y en la década de los treinta la República
de Weimar y los grandes fascismos en general. Pero si ese mundo de lo irreal,
en unas coordenadas que no son las suyas, en un momento histórico que nada
tiene que ver con su experiencia vital atrajo a Woody fue porque en todo ese
entramado encuentra el escenario ideal para aliviar el sufrimiento moral.
O algo tan sencillo como el amor. Ya hemos mencionado la
exegesis de la sencillez en Balas sobre Broadway
y Poderosa Afrodita, cabría añadir
una vez más sin pretender ser exhaustivo, que en El sueño de Casandra las simpatías del realizador son para el
hermano más simple, de manera muy similar a como sucede entre las hermanas tan
disímiles (no son hermanas de sangre) en Blue
Jasmin. En Si la cosa funciona el
alegato a favor del dejarse llevar es muy evidente: go with the flow, se dice en Norteamérica, ve con la corriente.
Disfrutar sin pensar. Simplemente disfrutar sin pensar. Sin intentar
encontrarle un sentido a la felicidad o al deleite. Y eso es precisamente a lo
que asistimos en la película que estamos comentando: aceptación de
intrascendencia, siempre y cuando constituya un bálsamo para el humano devenir y
sin rayar en la estupidez, por supuesto, como la estulticia manifiesta del
pretendiente oficial de la vidente, pongamos por caso.
Apología
del amor, por muy desgastado que se nos antoje, pero manteniendo los grandes
temas del cineasta que nos ocupa, que no renuncia a ninguno de ellos, pero que
su manera de abordarlos ahora es muy diferente de los tonos desesperanzados que
han marcado hitos en gran número de sus
obras. Sencillez, pero no superficialidad. Sencillez del amor que se intuye en
los ojos y la sonrisa de Eileen Atkins, en su papel de médium. Arrumbamiento de
herr Friedrich. Amor a la luz de la
luna, en definitiva, por muy manido que pueda parecer. Y por ello, nuestro
director firma en Magia un final
totalmente impensable hace 20 años y que yo, por supuesto, no voy a desvelar
ahora.
¿Recordamos
el inicio de Annie Hall? Se trata de
un chiste, que realmente constituye una parábola. Dice así:
—En este restaurante la comida es una bazofia.
—Sí, y además las raciones son muy pequeñas.
Es decir, la vida es un completo sinsentido y aún así nos
parece corta, lo cual no parece muy alentador.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte, de modo
implícito, Woody ha modificado su actitud. Ese mismo chiste, por ejemplo, hoy
día se reescribe como sigue:
—En este restaurante la comida es una bazofia.
—Sí, pero algunas raciones merecen la pena.
Lo cual es mucho más balsámico.
Pero para ello hace falta un alejamiento: distancia
física de su “ecosistema” habitual, como metáfora de la distancia moral del
agobio consustancial a este pequeño gran hombre. “Irritante liliputiense”
espeta Colin Firth a Eileen Atkins en Magia
a la luz de la luna. Pequeños grandes placeres.
Lo
verdaderamente importante es que Woody Allen ha dejado de autodestruirse.
Francisco Javier Rodríguez Barranco
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