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Hace tiempo que el cine escandinavo reflexiona sobre la
familia. Hasta donde las limitaciones de la memoria me permite vislumbrar,
quizá el antecedente próximo (o relativamente próximo) más ilustre es Cara a cara (1976), de Ingmar Bergman,
que luego dirigió Fanny y Alexander
(1982), también con el tema de la familia como eje central, en un contexto de
oscuridad luterana, si bien en este caso el realizador sueco sitúa la acción a
principios del siglo XX. Producciones más recientes, ya en nuestra centuria (o
casi) , han sido la danesa Celebración
(1998), de Thomas Vintenberg, En un mundo mejor (2010), de Susanne
Bier, que plantea un interesantísimo contraste entre las sociedad africana y la
europea septentrional, o la islandesa Buenos vecinos (2017), de Hafstein Gunnar Sigurösson, donde las malas vibraciones
de dos familias diferentes son limítrofes, el sentimiento de culpa en la
noruega Thelma (2017), de Joachim
Trier. Pues bien, en esa línea acaba de llegar a las pantallas la también
danesa Reina de corazones (2019), de
May el-Toukhy. Podríamos mencionar también, sin querer ser exhaustivos, el hilo
conductor de la filmografía del finés Mika Kaurismäki en filmes como Divorcio a la finlandesa (2009), que
combina comedia y drama, pero vamos a centrarnos en Reina de corazones.
Y la familia, pues eso. Es lo que hay. La familia es esa vocecita que
nos acompaña durante toda la vida. Un vínculo perpetuo a algo que puede ser de
cualquier manera. Hombre, sorpresas, lo que se dice sorpresas, no suele haber
muchas sorpresas en la vida familiar, todo los miembros suelen comportarse con
arreglo a lo esperable de cada cual, y eso, oye, parece que no, pero es muy
relajante. Sin embargo, seamos sinceros: tan sólo los compañeros de trabajo son
peores que la familia…, y no siempre. Pero vamos a lo que vamos.
Nos hallamos así en el largometraje de Toukhy con una
familia guay, que lleva una vida guay, en una casa guay, en un paraje guay,
cuyo matrimonio ha sido bendecido por dos hijas guays, que yo creo que son mellizas. El padre, Peter
(interpretado por Magnus Krepper) es un científico reputado y la madre, Anne
(interpretada por Trine Dyrholm) una activista jurídica que se implica
personalmente en la defensa de la causa de adolescentes violadas o malos tratos
paternos, pero mira tú por dónde en ese entorno idílico aparece Gustav
(interpretado por Gustav Lindh), un adolescente conflictivo hijo de Peter de
una relación anterior y lo que sucede entonces, tal y como parece transmitir el
cartel anunciador de la película, es una recreación contemporánea del afamado
complejo de Edipo, pues no es la madre biológica quien mantiene relaciones con
el hijo, sino la madrastra, es decir, Anne.
No voy a destripar el argumento, pero sí quiero llamar la
atención acerca de que en esta versión escandinava del mito griego, nada sucede
por un capricho determinista del destino, sino que es la mujer quien busca con
plena consciencia al menor de edad y tampoco voy a entrar en consideraciones
morales, pero esta situación poco favorece la desorientación de la edad en el
chico, pero menos encomiástica resulta aún en cuanto a la actitud de la
madrastra dado que, recordemos, se dedica a defender a los menores de edad en
los tribunales.
De manera que la hipocresía personal es uno de los focos
desde los que observar esta cinta, pero también la hipocresía social, pues
Sara, amiga personal de Anne, descubre casualmente el pastel y, si bien se
siente internamente horrorizada, poco o nada hace al respecto.
Todo lo anterior, y esto me parece muy interesante, podría
haber desembocado en un melodrama bobalicón o en un thriller simplista, pero entonces Reina de corazones no habría sido la película ganadora del Premio
del público en el último festival de Sundance, uno de los epicentros del cine
independiente mundial.
La película, desde luego, se salva. Se asoma al abismo de
la sensiblería epidérmica, pero se salva y ello es gracias a dos cuestiones
desde mi punto de vista: el magnífico trabajo actoral de Trine, que se mueve
con impecable soltura en el filo de la navaja de las emociones domesticadas y
las sutilezas del guion de Maren Louise Käehne y el propio director May
el-Toukhy, que nos ofrecen una radiografía inmisericorde, pero sin aspavientos,
de la familia escandinava, porque al final se cuenta todo de manera tan normal,
que a uno le parece estar asistiendo a una escena estándar de la vida cotidiana
en una determinada región del mundo. De hecho, quizá la principal sorpresa
argumental es que no haya tal sorpresa. No hay nada del tipo “Tachán”, he aquí
la prueba irrefutable que descubre la identidad del victimario. Una grabación,
un regalo indebido, un comentario, un despiste. No sé. Algo. Lo anormal del
caso es que todo se desarrolla con normalidad.
No se trata de un retrato coral e intergeneracional del
tipo La familia (1987), de Ettore
Scola, ni de poner en solfa a una prole impresentable, según narra Gabriel Drak
en La culpa del cordero (2012), sino
de profundizar en unos determinados sentimientos que tienen de todo, menos ternura.
Pero no es el drama por el drama lo que la película que estamos analizando nos
ofrece, sino una sombra de humanidad o, por mejor decir, de deshumanidad. Humanoides
desapasionados vestidos para la ocasión, por supuesto. Políticamente correctos.
Impecables. Sin perder la compostura.
Particularmente cáustico, habida cuenta del título del
filme y de su temática, es ese pequeño detalle de la lectura recurrente de
Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll, en Reina de corazones, de May el-Toukhy. Una reinterpretación bastante
personal del mítico libro teóricamente infantil, muy próxima a la ironía negra.
Familias con pies de barro en el cine escandinavo o algo
huele a podrido en Dinamarca, según todos conocemos: al fin y al cabo, tampoco
puede decirse que la imagen que Guillermo Chéspir, el bueno de William, nos legó en Hamlet fuera
precisamente el de una familia demasiado estructurada.
Fco. Javier Rodríguez Barranco