Elocuencia de silencios
Autor: Francisco Muñoz Soler
Año de publicación: 2019
Editorial Caligrama
126 páginas
Cuando Gabriel Celaya epopeyizaba la ejecución del Ché Guevara en «Soldadito boliviano», es
obvio que no acompañó a quien argentino y cubano en su lecho de muerte. Algo
así podría decirse de Ernesto Cardenal en su «Oración por Marilyn Monroe»
cuando recuerda a «la
huerfanita/ violada a los 9 años/y la empleadita de tienda que a los 16 se
había querido matar». No cabe discusión acerca de que este
poema posee un alto carácter elegíaco, pero tampoco renuncia a la puyitas
contra el imperialismo yanqui:
El templo
-de mármol y oro- es el templo de su cuerpo
en el que
está el Hijo del Hombre con un látigo en la mano
expulsando a
los mercaderes de la 20th Century-Fox
que hicieron
de Tu casa de oración una cueva de ladrones.
Son
autores que no han vivido los hechos que denuncian. Muy significativo es el
caso de Pablo Neruda, que para nada padeció en carne propia lo que plasma, en
el Canto general o la Residencia en la tierra y que además supo
conjugar como nadie una voz libertaria con una vida aristocrática: tres
hermosísimas casas poseía en Chile el vate de Isla Negra, lo que no está nada
mal para un comunista que no cree en la propiedad privada.
De alguna manera hay una cierto tono de cantar de gesta
en ese tipo de poetas. Si recordamos la división de la Historia de la
Literatura que fragmentó Valle-Inclán, el primer estadio consistiría en aquel
en que el poeta se pone de rodillas ante su héroe y loa sus hazañas. El héroe
de la poesía social arriba esbozada sería el proletariado, bastante evidente en
Viento del pueblo, de Miguel
Hernández:
No soy de un
pueblo de bueyes,
que soy de
un pueblo que embargan
yacimientos
de leones,
desfiladeros
de águilas
y
cordilleras de toros
con
el orgullo en el asta.
Miguel
Hernández sí padeció lo que denunciaba, pero está claro que su tono no es
lírico. Dentro de la partición canónica de los géneros literarios en lírica,
épica y dramática, lo suyo sería la épica.
Es por ello que llama la atención un poemario como Elocuencia de silencios, de Francisco
Muñoz Soler, donde el poeta proyecta su yo lírico en la circunstancia social
que conoce, como en el poema «Mujer
mara»:
Tengo fija en mi mente su mirada, con
un odio que rasga la vida.
La muerte esculpida en
su
joven
rostro.
Francisco Muñoz recorre algunos de los lugares más
inseguros del planeta y dirige hacia ellos sus ojos compasivos, su voluntad
solidaria, su deseo de cambio. Nuestro poeta sí conoce en primera persona las
injusticias sociales que denuncia, pero no empaña su voz lírica. Es el planto
de un hombre ante la miseria circundante y es la fusión empática con los más
desfavorecidos, lo que dota a sus versos de sinceridad y hondura facilitando
que actualicemos en nuestras mentes de lectores las escenas más dolorosas, porque
el poeta se convierte aquí en uno más de los miserables que glosa. Si
recordamos una vez la división valleinclanesca, nos hallaríamos en el siguiente
estadio, es decir, el de los escritores que ya no están de rodillas, sino que miran
directamente a los ojos de sus personajes. El autor ahora está de pie y se
enfrenta directamente a unos hechos cuyos actores también están de pie. Cara a
cara.
Publicado en edición bilingüe español-inglés, nos
hallamos en Elocuencia de silencios
con un poemario dividido en cinco partes, de las que la primera es «Una
forma de ser y estar en el mundo», donde Muñoz borra la frontera entre
vida y poesía. Poesía para la vida. Poesía por la vida. Aspiración al
conocimiento de la esencia humana como miembro de ella:
A VECES LOS POETAS,
desde sus
incertidumbres
tienen la
tentación de comprender
la condición
humana
Belleza y humanismo reclama
nuestro poeta a su actividad creativa y desde luego que es algo a lo que no
renuncia en sus versos: calor humano dignificado por las emanaciones del alma.
«En la lucha por la dignidad no hay
derrotas»,
como un manifiesto irrenunciable, es la segunda parte de la obra que nos ocupa.
Apelación, pues, a la dignidad individual, aquella que nos impulsa a ser
quienes somos, sin más límites que nuestras propias fronteras individuales. Los
silencios que más y más fuerte hablan, como en el caso de «La mujer de Lot»,
quien se convirtió en estatua de sal:
por defender sus sueños
un minúsculo
eterno,
porque será
su vivencia,
y eso ni dios
ni la muerte
se
lo podrán arrebatar.
Pulsión humana por encima de cualquier otra consideración,
con todo lo que eso implica, aunque eso signifique desafiar a lo más alto de la
corte celestial.
Si es que, además, nos pongamos como nos pongamos, la
dignidad es lo más nuestro. Un patrimonio irrenunciable, porque las tumbas de
quienes murieron en olor de dignidad se alzarán siempre hirsutas en sus
arrogantes silencios.
«Una tierra donde las auroras arrojan
canciones mudas» constituye el cuerpo central de Elocuencia de silencios y es al que
pertenece el poema «Mujer
mara»,
cuyos versos iniciales citamos más arriba. Es aquí donde comprobamos que,
aunque la vida depende de la marca del reloj que llevas, la pasión lírica
iluminará nuestro porvenir: al fin y al cabo «los pueblos deben afrontar el futuro/
haciendo la paz consigo mismos» (versos finales de «Enfrentarse al espanto y la vergüenza»).
El poeta es uno más ante los dolientes y gime con ellos concediendo a su
silencio un valor trascendental.
Llegamos así a «Mi
ánima tiene el molde de su luz», penúltima sección del libro que nos
ocupa, y ahora el poeta se erige en el eje de su universo particular, un mundo
donde los deseos imposibles se mezclan con la nostalgia de aquellas
interminables tardes de verano que abarcaban toda la eternidad imaginable,
también la Navidad como el final de un otoño donde la caducidad se pavonea
obscena. Pero ello es así porque «Mi alma tiene el molde/del horizonte de sus auroras». El
poeta, pues, como la medida de todas las cosas.
Cierra el poemario «Sentir
cada día como un regalo», puesto que es aquí donde Muñoz adquiere
conciencia de su propia fragilidad, no en vano ha conocido el espanto de una
cruel enfermedad, por eso decide vivir cada día como si fuera el último, según
el credo de Vinicius de Moraes, inmortalizado por Maria Creuza en «Tomara»: «la cosa más divina que hay en el mundo
es vivir cada segundo como nunca más». Ésa es la actitud de Muñoz: una canto
de esperanza desde sus «experiencias
en el otro espacio» para urdir «un conjunto divino».
Todo ello incluso bajo la conciencia de la propia caducidad:
ligero la ruta del silencio camino
hacia
el espacio sin tiempo.
No hay angustia en esta poesía ni, por supuesto, rencor
de esa inmensa canallada a la que denominamos tiempo, sino aceptación serena de
la propia fugacidad y acumulación de recuerdos como los mejores puntales de una
vida necesaria. Paz en el alma.
Intensidad lírica, por lo tanto, traspasada por la
coyuntura social más acuciante. Un alma lírica, por lo tanto, la de Francisco
Muñoz Soler que apela a la solidaridad de todas las almas.
Francisco Javier Rodríguez Barranco