Sí, porque
primero hay que llegar a la ciudad, luego hacerse con un programa (ah, ¿que eso
se puede resolver on-line? Vaya tela), enterarse de los lugares de proyección,
decidir qué películas se quieren ver, ir a la taquilla para que le digan a uno
que lo que a él le gusta coincide con las preferencias se media humanidad, por
lo que no hay entradas, decidir sobre la marcha sobre películas totalmente
desconocidas y comprar entradas.
Aun así, no ha
ido mal la cosa, porque el 20 de septiembre vi dos, la primera de las cuales es
una francesa interpretada totalmente por actores japoneses y rodada en
Hiroshima con el trasfondo de la bomba atómica. Se trata de una producción de
2016 oficialmente francesa, como digo, denominada Lumières d'été (Luces de
verano), dirigida por Juea-Gabriel Périot y se inscribe dentro de la
sección Nuevos realizadores, pero lo verdaderamente importante es comprobar
cómo todo el horror de las dos primeras bombas atómicas ha sido convertido por
los japoneses en un gigantesco canto a la paz. De hecho, el espacio erigido en
lo que fue el epicentro de la explosión se denomina Parque de la Paz.
Llama mucho la
atención que Luces de verano elude
cuidadosamente cualquier referencia explícita a la devastación de la bomba,
puesto que lo que le interesa es fijar el foco de atención en las personas que
de una u otra manera padecieron las consecuencias de aquella atrocidad.
Con la natural
modestia que le caracteriza, uno ha estado en el Parque de la Paz de Hiroshima,
así como en el museo levantado para recordar todo el poder destructivo de las
armas o los accidentes nucleares y en su momento me sorprendió la voluntad
positiva con que la sociedad de Hiroshima evoca todo aquello, y durante la
proyección de la película me sorprendió que en el filme de Pèriot apenas se
vea, pero muy de refilón y porque no había más remedio, un poco de dicho Parque
y nada más de toda esa explanada dedicada a la memoria pacífica de tantas
muertes.
Este
largometraje se concentra, pues, en las personas que vivieron todo ese espanto
en primera persona y en cómo eso se transmite a las generaciones posteriores,
de tal manera que son tres las edades contempladas: quienes estaban en la
adolescencia o primera juventud en 1945, quienes están en 2016 en la madurez y
quienes son todavía unos niños en este año. Todo ello como un coro unánime de
reconciliación, de paz y de dolor por lo sufrido, pero de superación de las
heridas.
Todo un
documento humano que por desgracia no tuvo continuación en la segunda película que
vi ese día, a pesar que por la temática, la exclusión social del lesbianismo,
se prestaba a ello.
Así en principio diré que me ha parecido un planteamiento
ofensivamente maniqueo, porque uno ya ha visto filmes sobre el lesbianismo que
gozan de una exquisita calidad (la canadiense Cuando cae la noche (1995), de Patricia Rozema, o la estadounidense
Los chicos están bien (2010), de Lisa
Cholodenko, a la que probablemente quiere parecerse el largometraje de esta
tarde). Es por ello que un acercamiento a ese tema sobre una perspectiva simplista
y plana, valga la redundancia, se nos antoja harto deficiente.
Ni en el
planteamiento ni en el desarrollo esta película es original o profunda y el
final es pluscuampredecible. Para muestra un botón: de la relación entre las
mujeres, tan sólo sabemos que se dan un piquito de vez en cuando, unos jadeos
detrás de la puerta y que una le compra tabaco a la otra. Sinceramente yo creo
que una cuestión de la importancia como el lesbianismo merece un tratamiento
mucho más profundo, como en su día hicieron Patrizia Rozema o Lisa Cholodenko,
arriba mencionadas.
El filme que
ahora nos ocupa es uno chileno que se denomina Rara (2016) y “No se trata de una película militante”, según
afirmó su directora Pepa San Martín a la
prensa de la Zinemaldia. Y es que, efectivamente, ni como creación reivindicativa
nos sirve, puesto que nada hace más daño a una causa que reducirla a uno o dos
ideas manidas.
Por decir algo
bueno, sí que me gustaron mucho las intervenciones de la hermana pequeña,
perfectamente seleccionada por el equipo de casting.
Al final, todo
el mundo se puso en pie para aclamar a San Martín en la sala del Kursaal donde
se proyectó, menos yo, que estaba sentado junto a una de las protagonistas,
pero me quedé tan hierático como una carta sin abrir.
Pero al final,
final, final, fue galardonada con la Concha de plata en la Sección Territorio
Latinoamericano del Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Igual el
raro soy yo.
En todo caso,
lo que resulta muy agradable en las sesiones de la Zinemaldia es que el equipo
técnico de las películas asiste a ellas en medio del público, en unas butacas
reservadas para ellos, pero ya digo que rodeados por el público y no aislados
en una torre de marfil, según suele suceder en otros festivales.
Una gozada
también ver las salas a rebosar de gente de todas las edades.
Fco. Javier Rodríguez Barranco
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