lunes, 26 de septiembre de 2016

UNO HACE LO QUE PUEDE EN EL FESTIVAL DE CINE DE SAN SEBASTIÁN





Sí, porque primero hay que llegar a la ciudad, luego hacerse con un programa (ah, ¿que eso se puede resolver on-line? Vaya tela), enterarse de los lugares de proyección, decidir qué películas se quieren ver, ir a la taquilla para que le digan a uno que lo que a él le gusta coincide con las preferencias se media humanidad, por lo que no hay entradas, decidir sobre la marcha sobre películas totalmente desconocidas y comprar entradas.


Aun así, no ha ido mal la cosa, porque el 20 de septiembre vi dos, la primera de las cuales es una francesa interpretada totalmente por actores japoneses y rodada en Hiroshima con el trasfondo de la bomba atómica. Se trata de una producción de 2016 oficialmente francesa, como digo, denominada Lumières d'été (Luces de verano), dirigida por Juea-Gabriel Périot y se inscribe dentro de la sección Nuevos realizadores, pero lo verdaderamente importante es comprobar cómo todo el horror de las dos primeras bombas atómicas ha sido convertido por los japoneses en un gigantesco canto a la paz. De hecho, el espacio erigido en lo que fue el epicentro de la explosión se denomina Parque de la Paz.




Llama mucho la atención que Luces de verano elude cuidadosamente cualquier referencia explícita a la devastación de la bomba, puesto que lo que le interesa es fijar el foco de atención en las personas que de una u otra manera padecieron las consecuencias de aquella atrocidad.


Con la natural modestia que le caracteriza, uno ha estado en el Parque de la Paz de Hiroshima, así como en el museo levantado para recordar todo el poder destructivo de las armas o los accidentes nucleares y en su momento me sorprendió la voluntad positiva con que la sociedad de Hiroshima evoca todo aquello, y durante la proyección de la película me sorprendió que en el filme de Pèriot apenas se vea, pero muy de refilón y porque no había más remedio, un poco de dicho Parque y nada más de toda esa explanada dedicada a la memoria pacífica de tantas muertes.


Este largometraje se concentra, pues, en las personas que vivieron todo ese espanto en primera persona y en cómo eso se transmite a las generaciones posteriores, de tal manera que son tres las edades contempladas: quienes estaban en la adolescencia o primera juventud en 1945, quienes están en 2016 en la madurez y quienes son todavía unos niños en este año. Todo ello como un coro unánime de reconciliación, de paz y de dolor por lo sufrido, pero de superación de las heridas.


Todo un documento humano que por desgracia no tuvo continuación en la segunda película que vi ese día, a pesar que por la temática, la exclusión social del lesbianismo, se prestaba a ello. 


Así en principio diré que me ha parecido un planteamiento ofensivamente maniqueo, porque uno ya ha visto filmes sobre el lesbianismo que gozan de una exquisita calidad (la canadiense Cuando cae la noche (1995), de Patricia Rozema, o la estadounidense Los chicos están bien (2010), de Lisa Cholodenko, a la que probablemente quiere parecerse el largometraje de esta tarde). Es por ello que un acercamiento a ese tema sobre una perspectiva simplista y plana, valga la redundancia, se nos antoja harto deficiente.



Ni en el planteamiento ni en el desarrollo esta película es original o profunda y el final es pluscuampredecible. Para muestra un botón: de la relación entre las mujeres, tan sólo sabemos que se dan un piquito de vez en cuando, unos jadeos detrás de la puerta y que una le compra tabaco a la otra. Sinceramente yo creo que una cuestión de la importancia como el lesbianismo merece un tratamiento mucho más profundo, como en su día hicieron Patrizia Rozema o Lisa Cholodenko, arriba mencionadas.

El filme que ahora nos ocupa es uno chileno que se denomina Rara (2016) y “No se trata de una película militante”, según afirmó  su directora Pepa San Martín a la prensa de la Zinemaldia. Y es que, efectivamente, ni como creación reivindicativa nos sirve, puesto que nada hace más daño a una causa que reducirla a uno o dos ideas manidas.

Por decir algo bueno, sí que me gustaron mucho las intervenciones de la hermana pequeña, perfectamente seleccionada por el equipo de casting.

Al final, todo el mundo se puso en pie para aclamar a San Martín en la sala del Kursaal donde se proyectó, menos yo, que estaba sentado junto a una de las protagonistas, pero me quedé tan hierático como una carta sin abrir.

Pero al final, final, final, fue galardonada con la Concha de plata en la Sección Territorio Latinoamericano del Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Igual el raro soy yo.


En todo caso, lo que resulta muy agradable en las sesiones de la Zinemaldia es que el equipo técnico de las películas asiste a ellas en medio del público, en unas butacas reservadas para ellos, pero ya digo que rodeados por el público y no aislados en una torre de marfil, según suele suceder en otros festivales.



Una gozada también ver las salas a rebosar de gente de todas las edades.

Fco. Javier Rodríguez Barranco

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