Cuando uno se ha criado en Madrid, o por mejor decir, en
la provincia de Madrid, uno de los pequeños placeres del verano eran las
reposiciones de grandes películas que, por cuestiones de mera biografía (fecha
de nacimiento) no pudieron ser disfrutadas en su momento. En cines de reestreno
de la capital de España he visto, por ejemplo, Nocecento (1976), de Bernardo Bertolucci, 2001, una odisea del espacio (1968), de Stanley Kubrick, La naranja mecánica (1971), también de
Kubrick. Bueno, es que Novecento sólo
he visto en el cine, porque las películas de Kubrick recién mencionadas también
han sido pasadas por televisión. Particularmente intenso me parecieron los
reestrenos con motivo de la muerte de Luis Buñuel que se realizaron en el
verano de 1983, entre las que recuerdo especialmente Tristana (1970 ) y La VíaLáctea (1969).
También en un cine de reestreno vi Ente tinieblas (1983), cuando todavía Almodóvar rebosaba frescura,
y no es que fuera demasiado joven cuando esta película se estrenó en las salas
comerciales, pero es que a veces a uno se le escapan excelentes películas por
causas ajenas a su voluntad. Y es que, nos pongamos, como nos pongamos, no es
lo mismo un home cinema que una
pantalla de cine, por muy buen equipo audiovisual de que dispongamos en casa,
de la misma manera que no es lo mismo la mejor lámina del mejor libro de
Historia del Arte de la Historia de la Humanidad que ver Las Meninas en todo su
esplendor en el Museo del Prado.
Pues bien, en esa línea de recuperación de los grandes
clásicos del cine se sitúa el cine Albéniz de Málaga, que todos los jueves desde
hace varios años proyecta una gran película del pasado, que sostiene desde el
año 2013 el ciclo La edad de oro del cine, que este año en el espacio Cine
Abierto ha proyectado de manera gratuita la trilogía de los colores de la
bandera francesa, de Kieslowski, de la década de los noventa, además de las más
recientes, pero ya retiradas de las carteleras, Una chica cortada en dos (2007) o Borrachera de poder (2006), de Claude Chabrol, de manera totalmente
gratuita para el espectador, además de haber incluido en su programación
regular El mundo sigue (1963), de
Fernando Fernan Gómez y Las vacaciones
del señor Hulot (1953), de Jacques Tati, que es la película que permite
esta reseña, que además se ha proyectado precedida del delicioso corto La escuela del carteros (1947), de
marcado carácter chapliniano. Todo un goce estético.
Las vacaciones del
señor Hulot constituyó el segundo filme de Tati, quien también lo
protagoniza y durante décadas siguió perfilando el personaje con adición de
nuevas escenas. De hecho, la versión que se ha remasterizado (horrible vocablo)
para el espectador actual corresponde a la de 1978, es decir, cuatro años antes
de la muerte del director francés.
Se trata de una película que se inscribe
libremente entre dos grandes coordenadas: el hombrecillo diseñado por Charles
Chaplin y el, así llamado toque Lubitsch, muy perceptible durante todo el
largometraje, pero del que podemos dejar constancia en dos detalles iniciales:
el señor Hulot llega a la recepción del hotel donde quiere pasar las vacaciones
de verano en el prototurismo de sol y playa todavía vigente en los años
cincuenta, y le cuesta trabajo pronunciar su nombre porque en la boca lleva la
pipa y no puede deshacerse de ella porque carga una maleta en cada mano. La
pipa está a medio hacer, el recepcionista la recoge de Hulot, éste dice su
nombre, el recepcionista arregla el tabaco adecuadamente, y luego devuelve la
pipa a la boca de su legítimo propietario.
El segundo detalle es que dos personas se reencuentran con alegría en el
exterior del hotel, pero han de detener su abrazo porque en ese momento cae
agua de un canalón. El toque Lubitsch consiste en que un camión riega las calles,
dos amantes de besan y el camión hace un paréntesis en la expulsión de agua
cuando llega a la altura de los enamorados. Y el toque Lubitsch está en el
enfoque de las relaciones humanas en la película de Tati.
Sabido es que después de la Segunda Guerra Mundial, el
mundo del cine intentó ayudar a superar el trauma mediante dos opciones
básicas: el erotismo, y ahí está toda la saga de mujeres fatales, y el humor, y
ahí está Charles Chaplin, o el arriba mencionado director de origen alemán,
continuado por Billly Wilder, el dios de Fernando Trueba.
Pues bien, Tati extiende su mirada sobre la obra de
Chaplin y Lubitsch, pero no se limita a ello, pues incorpora un elemento
propio: el esperpento colectivo, que anticipa lo mejor del cine de Fellini,
valga la redundancia, y que halla eco en Luis García Berlanga, quien en 1954
también investigó en Novio a la vista
sobre las posibilidades de la playa como espacio para la broma colectiva.
Esperpento colectivo, como digo, pero sin la acidez sulfúrica que caracteriza a
las obras más reputadas de don Ramón del Valle Inclán, sobre el cual, a pesar
de la natural modestia que me caracteriza, me permito sugerir este artículo,
cuyo autor naturalmente modesto soy yo mismo: “El 98 ha ido a pasearse en el callejón del Gato”, quizá porque los años veinte, década en que Valle publica
sus esperpentos, no fueron tan locos en Madrid, como en París.
A don Ramón le dolía España, pero le dolía a su manera,
aunque quizá no sea éste el momento para esas consideraciones, cuando
lo que nos interesa es la película de Tati, quien al igual que Berlanga,
observa el mundo absurdo de sus personajes con inequívoca ternura, que llega al
humor negro en el hilarante pasaje de un entierro.
Y
entre todos esos personajes, indudablemente destaca el señor Hulot, cuya
entrañable torpeza encadena las sucesivas escenas de que se compone el filme,
que en realidad no consiste en una película vertebrada sobre un argumento, sino
en una sucesión de situaciones encantadoramente ilógicas, entre las que incluso
se sugiere un conato de romance entre Hulot y una bella joven, a la que todos
persiguen, pero que sólo se siente atraída por Hulot, en un reflejo atenuado de
lo que ya conocemos dentro de El sueño de
una noche de verano. Un verano en la mente de Shakespeare. Un verano en la pupila
de Tati.
Ahora bien, ¿qué aporta el señor Hulot a la sociedad de
veraneantes a la que se incorpora? Pues a mi modo de ver, naturalidad y
dinamismo dentro de un conjunto humano que se nos muestra irracional, pero vegetativo.
Cada una de las diferentes iniciativas de Hulot, que prácticamente sólo dice su
nombre en toda la película, significan un aldabonazo de vida dentro de una
sociedad que si bien se muestra sin dramatismo, tampoco se nos ofrece como
particularmente emprendedora. Más bien todo lo contrario: acomodaticia y pasiva
en su vacío cómico, lo que alcanza incluso a los epígonos de la revolución social.
Por último, otro elemento que quiero destacar es la
enorme carga cinematográfica de este filme que no es cine mudo, propiamente,
pero que los diálogos ceden el protagonismo a las enormes elocuencia y
plasticidad de las escenas.
Pequeños placeres veraniegos, pues, que se encuentra uno
las salas del cine Albéniz de Málaga, donde tienen la gentileza de recibirme
como a uno más de la cuadrilla.
Gracias.
Francisco
Javier Rodríguez Barranco