(fotografías tomadas durante un viaje a Estambul en octubre de 2013)
Algo huele a podrido
no en Dinamarca, como lamentaba el tontorrón de Hamlet, sino en Suecia cuando
el año pasado no se concedió el Premio Nobel de Literatura por un pequeño
detalle de acoso sexual y este año se ha concedido a un exégeta del genocidio.
Afortunadamente, eso no era así cuando se le concedió a
Orhan Pamuk corrían otros aires. Centrémonos, pues, en su magnífica novela Me llamo Rojo para reflexionar en los
siguientes párrafos.
Y es que, efectivamente, como obra maestra que es, Me llamo Rojo permite aproximaciones
desde muy diferentes puntos de vista. Por ejemplo:
La ficción
artístico policial para descubrir al asesino de Maese Donoso y el Tío de los
ilustradores, que se nos antoja de todo punto original, pues la novela comienza
con el alma del difunto Maese Donoso dirigiéndose al público, en cuyo cuerpo se
hallan unas ilustraciones de caballos con un rasgo singular en los ollares, que
permite a un especialista en ilustraciones identificar al autor del crimen.
Llegado este punto, he de señalar que la publicidad editorial le hace un flaco
favor a la novela, pues en la edición que yo he leído se destaca en la portada
una cita de ese cadáver, concretamente: “Encontrad al hombre que me asesinó y
os contaré todo lo que hay en el otro mundo”, que el lector descubre en las
primeras páginas, siendo así que nada se dice luego de cómo es el otro mundo,
ni siquiera luego el alma de Maese Donoso vuelve a aparecer en una novela, que
bien estiradas, puede llegar a tener mil páginas, según qué ediciones.
El protagonismo de
la imagen sobre la palabra, pues la acción del libro se sitúa en año mítico
del milenario de la Hégira y narra las vivencias de los ilustradores de libros
en el imperio otomano como muy superiores a las de los calígrafos.
Los mundos
fronterizos en uno de los pocos países cuyo territorio nacional se erige
sobre dos continentes (España es otro de ellos). La división entre Oriente y
Occidente se destaca sobre todo el texto, si bien se comenta que para Dios sólo
hay un mundo. No así, desde luego en las esferas humanas, donde lo occidental
se etiqueta como “franco” (“infieles francos” para ser más exactos) con muy
pocas diferencias de uno a otro país europeo: se habla una vez de los
españoles, dos de los portugueses, varias de los venecianos, pero la categoría
en la que cabemos todos es la de los francos fronterizos del imperio turco.
El individuo
diluido en la colectividad, sobre todo en el contexto de los ilustradores,
que es el fundamental de la novela. De ahí que se anatemice el estilo
individual de los ilustradores, frente al ego de los pintores francos. Puede
haber varios estilos globales, como el de Herat, el de Tabriz, el de los
chinos, pero el ilustrador oriental debe renunciar a toda tentación de dejar su
firma, literal y metafóricamente, en las imágenes.
El aroma oriental
que impregna todas las páginas, lo cual puede parecer lógico en una novela de
este tipo, pero lo que me ha llamado la atención es que Pamuk no se
recrea en grandes descripciones urbanas, al estilo de los narradores europeos
realistas de la segunda mitad del siglo XIX, sino que esa atmósfera oriental
brota de manera natural de cada una de las páginas de Me llamo Rojo. Se
menciona varias veces el Cuerno de Oro, en un par de ocasiones la mezquita, que
ya no lo es, de Santa Sofía, algún que otro rincón escondido, pero el autor
renuncia al socorrido recurso de contarnos cómo son las calles o los mercados
para que todos respiremos las especias que caracterizan al mundo islámico. Así,
por ejemplo, puede que me deje llevar por mis particulares puntos de vista,
pero se me antoja que la siguiente imagen goza de una inequívoca filiación
oriental: “Quise salir de este mundo como si me despojara de una ropa que me
viniera estrecha” (p. 297)[1]. Corresponde a los últimos
pensamientos del personaje Tío.
Resurrección de la
tradición cuentística oriental, pero más que a las archiconocidas Mil y una noches o El collar de la paloma, Ibn Hazm, que, por cierto, inspiró el Libro de buen amor, lo que Me llamo Rojo nos recuerda es el Calila e Dimna, que además se menciona
una vez en el libro de Pamuk, una obra, el Calila
e Dimna, de tradición india, que
pasó a la cultura persa y fue ordenada traducir al castellano por el rey Alfonso
X en 1251.
Podemos, por lo tanto, abordar el análisis de Me llamo Rojo desde muy diferentes
aproximaciones, pero todo ello converge en una de mis ideas más queridas: a
pesar de lo que acabo de comentar en el párrafo anterior, Ohran Pamuk nos demuestra
que la función del narrador no es contar, sino crear, y no tan a pesar de lo
comentado en el párrafo anterior, pues lo que los libros de tradición oriental
que han llegado hasta nuestros días nos ofrecen es un portentoso ejercicio de
creación literaria.
No se trata de armar una trama, que también, sino de
utilizar las palabras como si fueran los colores de la paleta de un pintor
(franco o ilustrador oriental, ya que nos estamos moviendo en ese contexto)
para crear. Así lo expresa Pamuk por boca de uno de sus personajes, el Tío: “La
poesía y la pintura, el color y la palabra, son hermanos, ya lo sabes” (p.
193).
Pongamos
un ejemplo: hemos aludido a un cierto entramado policial, sin policías, pero
investigando un crimen, pues bien, lo verdaderamente importante de ese
entramado pseudodetectivesco no es la ansiedad por descubrir quién es el
asesino, sino el goce de todas y cada una de las palabras que Pamuk coloca en
su obra. Ése es un rasgo esencial de la labor creativa: disfrutar con lo que
hay en ese momento delante de tus ojos y no con la sorpresa que esperar
encontrar con el desenlace de la trama: es el talento de Goya lo que convierte
los fusilamientos del 3 de mayo en Madrid en una obra de arte y no los
ajusticiamientos en sí.
¿Y cuál es uno de los rasgos de estilo que nos muestra
Pamuk en Me llamo Rojo? En mi humilde
opinión el poderoso recurso de narración autobiográfica, que se extiende desde
la primera hasta la última palabra de esta portentosa novela, lo cual nos
permite superar la tentación del autor omnisciente, pues no es ya un narrador
en tercera persona que conoce todos y cada uno de los sentimientos de sus
personajes, sino que cada uno nos cuenta sus interioridades, lo que permite un
alto grado de frescura, incluso cuando son las vivencias interiores de un
recién asesinado lo que abra la narración.
Ese poderoso estilo autobiográfico exige un constante
cambio de registro para adaptarse a la verosimilitud de cada uno de los
personajes y además se extiende a seres inanimados, como el color rojo o la
Muerte, o animales, como un perro. Una colosal personificación que alcanza a la
mujer, pero no a una mujer de carne y hueso, obviamente, sino a la imagen de
una mujer pintada, lo cual descubrimos varias páginas después de la
intervención del pictórico personaje.
El autor se permite incluso jugar con el lector, pues el
más joven de los personajes, un niño, se llama Orhan y Pamuk nos gasta la travesura
de sugerir que se trata de él mismo.
Otro detalle importante, es que esos personajes que hemos
mencionado más arriba (perro, árbol, caballo, rojo, Muerte, mujer, también el
Diablo, etcétera) configuran una pintura blasfema, una pintura prohibida por el
Corán y los cánones ilustradores que se exponen en la novela, pues intenta
imitar el estilo de los francos. Y esta búsqueda de lo prohibido, me van a
permitir ustedes que la relacione con el pecado original al querer Adán y Eva
conocer el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, y mucho más recientemente,
el afán de Fausto en la obra de Goethe por conocer lo prohibido (recordemos que
Fausto no le pide a Mefistófeles la vida eterna, sino treinta años más de vida
y plenos poderes para alcanzar la sabiduría absoluta) y del Deán en Nuestra
Señora de París, de Victor Hugo, por conocer lo nefasto, lo prohibido, lo que
se opone al fasto. Veamos cómo lo dice el autor francés: "El símbolo antiguo de la serpiente mordiéndose
la cola conviene sobre todo a la ciencia y hasta parece que Claude Frollo lo
había experimentado pues, al decir de algunas personas muy serias, después de
haber agotado el fas del saber humano, había intentado penetrar en el nefas"[2].
Y en la novela turca, es también Tío quien afirma:
La verdadera pintura está oculta
en esa cosa insólita que nadie ha hecho nunca antes. En la obra de la que, en
un primer momento, todos dicen que es mala, incompleta, impía. El verdadero
ilustrador sabe que tiene que llegar hasta allí aunque teme la soledad que va a
encontrar (p. 281).
Todo se sacrifica a ese momento de contemplación
plena.
Es
la búsqueda de lo inalcanzable, por un motivo o por otro, por imposición
religiosa o por limitación humana, el tema central de Me llamo Rojo y esa persecución de lo inasible, necesariamente,
desemboca en la melancolía, una palabra de raíz griega, que significa la ‘bilis
negra’ (μέλαιvα χoλή = μελαγχoλία), que durante milenios se ha
considerado el origen de la tristeza y la insatisfacción en el ser humano. Hoy
día hemos descubierto que la depresión descansa sobre el poco romántico
neurotransmisor de la serotonina, pero durante milenios la melancolía se relacionó
con la bilis negra y de ahí que personas étnicamente oscuras, como los gitanos,
se consideraran paradigmas de la melancolía. De ahí la novela ejemplar La gitanilla, de Cervantes, o el
personaje de Esmeralda, nuevamente en Nuestra
Señora de París.
Melancolía,
por lo tanto, en las páginas de Me llamo
Rojo, una afección del ánimo que aparece repetidamente mencionada en este
libro. Dice así Seküre de su segundo marido, Negro, una afamado calígrafo:
Fuera por la razón que fuese.
Negro siempre estaba triste. Como la mayor parte de las veces veía que su
tristeza no tenía nada que ver con su herida, creía que había un duende
melancólico en un rincón secreto de su alma que le amargaba incluso los momentos
más felices del acto del amor (p. 682).
Es
la malsana acedia y no me parece casual que Pamuk eligiera para ese personaje
un nombre que coincide con el color de la bilis causante de la pena.
Como
étnicamente oscuras son los semitas, entre quienes cabe incluir a turcos,
árabes y persas. Una oscuridad que se sublima hasta el punto de aspirar a la
ceguera para lograr así ver el mundo como lo ve Dios.
En
definitiva, nos hallamos ante unos iluminadores que anhelan la soberbia de ilustrar
un libro perfecto que logre la apoteosis de una imagen prohibida y aspiran a la
ceguera como una bendición trascendental. “En Herat y Shiraz, el hecho de que
un maestro ilustrador se quedara ciego a causa del excesivo trabajo en la
última etapa de su vida no sólo se consideraba un indicio de su resolución, sino
que también se ensalzaba como el pago que Dios daba al trabajo y al talento de
aquel gran maestro” (pp. 479-480). En otro de los momentos que podríamos citar,
Aceituna ha sido herido en los ojos y Negro responde así a la posibilidad de
quedarse ciego:
Si Dios está satisfecho de tu
pintura, te dará Su excelsa oscuridad para poder tenerte a su servicio.
Entonces no verás ya este mundo miserable, sino el maravilloso espectáculo que
Él ve (p. 668).
Pero si hablamos de hipervalorización de los libros
y la ceguera, hemos de mencionar necesariamente al autor argentino Jorge Luis
Borges, quien en “La Biblioteca de Babel”, entre otros muchos lugares, dejó
constancia de la metafísica bibliófila: “En algún anaquel de algún hexágono
(razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio
perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es
análogo a un dios”[3].
Y en el poema “Elogio de la sombra” nos legó algo tan elocuente como esto:
La vejez (tal es el nombre que otros le dan)
puede
ser el tiempo de nuestra dicha.
El
animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan
el hombre y su alma.
Vivo
entre formas luminosas y vagas
que
no son aún la tiniebla.
[...]
Demócrito
de Abdera se arrancó los ojos para pensar;
el
tiempo ha sido mi Demócrito.
Esta
penumbra es lenta y no duele;
fluye
por un manso declive
y
se parece a la eternidad.
(vv. 1-6 y
15-19)[4]
Las pasiones se aquietan y las distracciones desaparecen:
condiciones necesarias para alcanzar la sabiduría sublime.
Si recapitulamos, hemos vinculado a Ohran Pamuk con el Calila e Dimna y la tradición ilustradora
oriental, pero también con grandes nombres de la literatura occidental (Goethe,
Hugo, Borges). Todo lo cual, nos anima a pensar que este autor ha sabido aunar
con gran talento en Me llamo Rojo lo
mejor de las tradiciones culturales orientales y occidentales, cuya glándula
pineal quizá se halle en el nexo Gracia-Turquía.
Y
concluye así uno este libro con un magnífico olor de calidad.
La
literatura. ¡Ah, la literatura! La literatura y el ser humano al que da voz.
Todavía hay esperanza, hermanos. No nos desmoralicemos.
Fco. Javier Rodríguez Barranco
[1]
Utilizo esta
edición: O. Pamuk: Me llamo Rojo.
Madrid, Punto de Lectura, 2006. Traducción de Rafael Carpintero.