domingo, 17 de enero de 2021

LAS GUERRAS DE OTROS EN 'LA HIGUERA'

 


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                Definitivamente, pocas cosas se me ocurren más desastrosas para una sociedad como una guerra civil, sobre todo si se desarrolla durante un período tan largo como los diecisiete años que van desde el derrocamiento de Haile Selassie en 1974 y el final del régimen comunista de Mengistu en 1991, poniendo fin a la República Democrática Popular de Etiopía. La verdad es que uno se pregunta cómo es posible que un país como Etiopía con una hambruna en la región de Tigray, pero sobre todo en la de Wolo, cuando se calcula que murieron por este motivo entre 40.000 y 80.000 personas de 1972 a 1974, pueda soportar una guerra civil durante casi dos décadas. Deben ser cosas de la macroeconomía que se nos escapan a los profanos.  

                 Durante esa guerra civil, habida cuenta de los vínculos milenarios entre Israel y la antigua Abisinia, se desarrollaron varias operaciones militares para facilitar la emigración de judíos etíopes a la Tierra Prometida. En la mayor de ellas, conocida como Operación Salomón, una de las personas evacuadas fue Aalam-Warqe Davidian, directora de La higuera (2018), que fue la película ganadora del Festival de cine africano de Tarifa-Tánger en su edición de 2019.




            Aunque se basa en hechos vividos en primera persona por la directora y también guionista, no se trata de un filme autobiofgráfico en sentido estricto, pero sus recuerdos de aquella circunstancia extrema estuvieron muy presentes. De hecho, lo que vemos en este largometraje no es una operación militar de salida de Etiopía, sino una mafia que se lucra con la necesidad de refugio en otro país de los emigrantes.

                Y lo que viene a relatar este filme es esa situación en que los jóvenes varones de más de quince años eran alistados contra su voluntad para las Fuerzas Armadas, lo que viene a ser un secuestro contra toda regla.               


     La protagonista es la joven Mina, de quien en la sinopsis oficial se dice que tiene dieciséis años, pero su presencia en la pantalla es más propia de una preadolescente de once o doce años, como mucho. La obsesión de Mina es evitar que su chico, Eli, otro adolescente, este sí con aspecto de adolescente, sea reclutado a la fuerza para el ejército: la única opción es huir a Israel. Pero es Mina quien ocupa casi todo el tiempo en la película y no recuerdo ni una sola escena en la que no participe.

                Es Mina quien nos interesa y es a quien vamos a seguir en los siguientes párrafos, de la misma manera que hace la cámara, constantemente interesada en los movimientos de esta niña.

                Para ello vamos a utilizar algunos conceptos cinematográficos básicos, que nos ayudarán a mejor comprender esta película y por qué se trata de una cinta que ha cosechado tantos premios.

MOVIMIENTO: Básicamente es esto lo que diferencia una película de una fotografía. De ahí que el modo en que cada realizador/-a presenta ese movimiento sea esencial. Hemos de comenzar en La higuera por las escenas iniciales en que vemos a Mina cortando leña y cargando luego con ella atravesada a la espalda, como si fueran las alas de un ángel, pero que, por desgracia, es una imagen muy habitual entre las niñas etíopes.                    

               En lo que a nuestros fines interesa, Mina, camina desde el bosque donde ha juntado la leña hasta su casa en un paseo acompañada por la cámara y sin haber abierto ella todavía la boca, la directora coloca al espectador en situación: la madre de Mina está ya en Israel, la abuela quiere huir con ella, una emigración a la que quieren unirse la madre de Eli y, obviamente, el joven.

Podríamos profundizar nuestro análisis al comprobar que Mina es como la cámara que recogiendo cada una de las situaciones. Es un personaje que observa y transmite sus observaciones al público, convirtiéndose ella en un espectador más, una experiencia por la que probablemente pasó Aalam-Warqe Davidian, pues tenía unos diez años cuando se refugió en Israel: no es hasta el último cuarto de hora de esta producción, más o menos, cuando Mina toma decididamente las riendas de la situación. O intenta tomarlas. Pero en dos ocasiones durante el primer cuarto de hora, más o menos, preguntan a la preadolescente si se le ha comido la lengua el gato (literalmente de los subtítulos). Además, cuando le llama su madre, por ejemplo, desde Israel, sus respuestas son agónicas y le falta tiempo para colgar discretamente el auricular.

Otro movimiento interesante es el de un militar que ha perdido las piernas y se aleja caminando con los brazos, utilizando dos piezas de madera una en cada mano. Sentados nosotros en nuestra butaca y escondida Mina de pie en la película vemos como este personaje se aleja hasta que cae exhausto y la vida en las calles del poblado continúa como si tal cosa.

El último movimiento que quiero mencionar viene con spoiler, por lo que ruego a los lectores más pudorosos que se salten este párrafo. Es la escena final, tiene lugar por la noche y vemos a los camiones militares que se alejan llevando a Eli esposado.

PRESENTACIÓN DE LOS PERSONAJES: Ya hemos mencionado cómo aparece Mina en la primerísima escena, pero considero muy creativa la manera en que aparece Eli. Tras soltar Mina el pesado fardo de leña, se sube a la higuera que da título al filme (durante la película sabremos que “Higuera” es también el nombre de la casa donde vive Mina con su abuela y su hermano). 



         Desde ahí, Mina y los espectadores vemos alguien con una camiseta roja cogiendo agua en el río y poco después, cotejamos que esa camiseta roja pertenece a un chico que se acerca subrepticiamente a Mina, esta echa a correr, el chico la persigue, la da alcance y la tira al suelo en la posición característica de las violaciones. Acto seguido, los dos jóvenes descansan y ríen: no ha sido más que un juego, pero me parece una opción muy original de introducir al personaje masculino.


ENCUADRE: La cámara, como bien podemos imaginar, se concentra en Mina en todo tipo de planos, pero me gustaría comentar una opción en otros planos, que son colectivos y donde varios personajes se quedan estáticos mirando algo que no ve el espectador. Están atentos a lo que sucede en esa zona oculta al público, pero el efecto es el de estar mirando directamente a la cámara y, por ende, al público en un planteamiento que subvierte el visionado habitual de las cintas: llámenme previsible, pero uno está acostumbrado a ir al cine a mirar y no a ser mirado.

Otro encuadre interesante es el de dos actores, Mina y el militar sin piernas, que ocupan toda la pantalla en un momento dado, pero no se miran, sino que se apoyan espalda contra espalda: no tardamos en comprender que de otro modo el soldado mutilado se caería. Pero esa situación me permite otra reflexión y es la de que en la película que comentamos a continuación, es decir, Alma mater, no se ven escenas bélicas, porque está concebida para mostrar la guerra por dentro, pero sí se ve alguna acción armada, algo de lo que carece La higuera, donde, al igual que en los cuadros de Goya, los estragos de la guerra se muestran mediante las amputaciones y desgarros en las personas. 

Fiel a esa idea, Aalam-Warqe Davidian no hace un filme tipo Apocalypse Now sino que los destrucción aparejada a esa curiosa costumbre del ser humano de matarse los unos a los otros se muestra mediante dicho militar sin piernas o Retta, el hermano de Mina, a quien le falta un brazo, pero también aquí, se aprecia otra rasgo del estilo cinematográfico de la directora, pues organiza las escenas y la posición de cada personaje de manera que vemos muchas veces a Retta en la pantalla, pero es muy difícil detectar que le falta un brazo. Digamos que nos acostumbramos a este personaje hasta que hacia la segunda mitad de la cinta, Mina se ofrece a darle un masaje en el brazo y ahí sí ya vemos el muñón.

                Por fin, otro encuadre singular es cuando Mina le pide a Eli que hagan “la cosa” (literalmente de los subtítulos). La idea es que, como ya sabemos, tras una penetración, forzada o involuntaria, en Etiopía deviene el matrimonio y lo que busca Mina es utilizar esa mentalidad paleolítica para forzar una boda con Eli y que pueda huir con ella a Israel. Pues bien, la imagen es horizontal (a día de hoy las pantallas de los cines son horizontales, aunque todo se andará), pero la cámara gira noventa grados para que la chica, que está tendida en el suelo, se vea en vertical, totalmente a la izquierda del plano. Eso permite que la atención del espectador se concentre en la expresión de la joven: no vemos cómo se desnuda, de hecho, tan solo intuimos por un ligero movimiento de hombros que se quita las bragas, pero ella sigue con su ropa en el cuerpo, porque eso es lo que le interesa a la directora: captar las sutilezas gestuales de Mina.




ESCENARIO: La acción transcurre en muy diferentes contextos (diferentes viviendas, la escuela en diversas aulas, las calles, etcétera), pero hay uno por encima de todos: sí, efectivamente, la higuera, que se configura como el espacio para los juegos de los dos chicos, un lugar a salvo de toda persecución, y una esquinita del cielo, que no del infierno, según opina Eli en una ocasión. En cualquiera de los otros lugares siempre hay margen para el sufrimiento. La higuera, en cambio, es una plasmación de la felicidad.


ACTORES: Betalehem Asmamawe, cuya experiencia previa ante las cámaras era nula, interpreta a Mina, pero lo mismo puede decirse del resto del elenco (Mareta Getachew, Weyenshiet Belachew, Mitiku Haylu, Yohannes Musa o Rodas Gizaw), que tampoco son actores profesionales en algo que no es inusual en los largometrajes con alto contenido social y que permite una conexión sin solución de continuidad entre la realidad y la ficción.

Fco. Javier Rodríguez Barranco


lunes, 4 de enero de 2021

UN FEZ PARA FREUD EN 'UN DIVÁN EN TÚNEZ'

 



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      La directora Manele Labidi Labbé vertebra gracias Un diván en Túnez (2019) un artificio de observador foráneo, en una película que discurre bajo la atenta mirada de Freud ataviado con el típico fez del norte de África, también turco, dado que la protagonista es una joven psicoanalista, francesa de primera generación, que decide regresar al Túnez de donde salieron sus padres y nos permite un magnífico ejemplo de migración de retorno en clave de comedia con algunos flecos dramáticos, pero sí, en esencia se trata de una comedia.

Sin embargo, no es un ejercicio de psicoanálisis lo que se muestra en el filme de Labbé, sino socioanálisis (¡chúpate esa herr Sigmund!), donde el papel principal corresponde a Selma, interpretada por Golshifteh Farahani, quien protagoniza, entre una amplia filmografía a pesar de sus escasos años, Paterson (2016), de Jim Jarmusch, lo que da una idea de la gran variedad de registros de esta actriz.


    En sentido propio, no se trata de una viajera extranjera en tierra extraña, aunque a efectos prácticos, así es, pues la familia de Selma es de origen tunecino, pero las referencias vitales de la joven pertenecen a París, adonde se fue a vivir cuando tenía diez años y de donde decide regresar a la tierra de sus antepasados en virtud de algo los sociólogos denominan migración de retorno. Su lengua es ya el francés, todo el mundo le recuerda que es francesa, cosmopolita y sofisticada, pero que no se casará nunca porque tiene tatuajes en los brazos. Desde esta posición, desde ese estar, pero no estar, y gracias a su formación académica, Selma observa e incluso participa en una vida a la que le cuesta trabajo adaptarse.

Y entre la galería de personajes que pasan por su improvisado gabinete, destacamos los siguientes, entre los masculinos:

Mourad, el tío de Selma, que bebe alcohol a escondidas porque lo necesita para superar el miedo que todavía le queda de la primavera árabe.

El imam depresivo que vive en la casa vecina, tiene aspecto de Woody Allen y no logra superar el duelo por el abandono de su mujer, ni la intransigencia de los salafistas que le afean lo blando que ha sido con su mujer, que no se deje barba, ni tenga zabiba, es decir la mancha oscura en la frente por golpear la cabeza contra el suelo en las oraciones, algo para lo que se precisan décadas, pero ya hay jóvenes en Egipto que la tienen. Por eso se hace una herida en la frente e intenta ensuciarla con ajo. Finalmente, es cesado como imam y sustituido por Fethi, el carnicero del pueblo.

Raouf, una mujer encerrada en el cuerpo de un hombre que aspira a recuperar su identidad femenina.


Naim, el policía interpretado por Majd Mastoura, que protagonizó Hedi (2016), de Mohamed Ben Attia, y que si nos atuviéramos al patrón convencional de chico-chica como binomio protagónico, sería el coprotagonista de Un diván en Túnez, pues hay aquí  un conato de relación afectiva, pero realmente la presencia de Naim no es tan importante en el largometraje de Labbé: se limita a transmitir un cierto  aire de disconformidad con su vida y una determinada, no excesiva, curiosidad por el mundo de renovación que Selma personifica.


    Pero quizá sean más interesantes los femeninos, entre los que encontramos a la coprotagonista real: la adolescente Olfa, que se cubre la cabeza para que no se vea la chapuza de tinte que le hizo la peluquera cuando quiso ser como Rihanna. En un destello de astucia decide casarse con un homosexual nacido en Lyon para poder salir de Túnez.

Otro personaje femenino interesante es Baya, la dueña del salón de belleza, a quien aparentemente todo le va bien, pero no ha superado los traumas con su madre y los somatiza en náuseas.




       Y podemos citar también a la funcionaria del Ministerio de Sanidad, cuyo nombre se explicita, que no hace más que comer, usa fotos de Demis Roussos, Burt Reynolds o Julio Iglesias como fondo de pantalla en su ordenador y vende ropa interior femenina o pañuelos de Turquía. Otro detalle cómico alrededor de este personaje es que todos los días espera el mismo señor con sombrero, gafas, bigote y una carpeta en la mano no se sabe a qué, ni él pregunta.

De todos ellos inferimos que esta película no desarrolla un régimen falócrata, ni se interpretan los sueños. Tampoco se debate sobre las faenas mutuas entre Eros y Tánatos: si es que, seamos realistas, más allá de Sófocles y su Edipo rey también hay vida. La vida de cada día, que no aspira a ser la mejor vida de todas las vidas posibles, sino la vida, esa porción de existencia, con sus luces y sus sombras que a cada nos ha tocado vivir. La vida que vivimos y la vida que compartimos con otras personas. Una vida a la que tenemos que agradecer, como declara Violeta Parra en su conocidísima canción que nos haya dado la risa, pero también el llanto. Mientras vas y vienes, vida tienes, sostiene un aforismo popular. Pues eso, que a Sigmund le sienta muy bien un fez en la cabeza.


      Por lo tanto, en el diván de Selma descubrimos personas de los dos sexos que conviven con sus pequeños o grandes traumas en una sociedad extranjera de sí misma, pues ya no encaja en los moldes tradicionales, pero no se resigna a su suerte, sino que aspira a un cambio de rumbo y, desde luego, que en todo ese proceso puede ser fundamental el papel de los migrantes de retorno. Y es que no puede parecernos extraño que, como sabemos, fuera en Túnez donde se iniciara la así llamada Primavera Árabe hace diez años y una vez más hemos de recordar Hedi para constatar que en ambas películas, esta con director masculino, Un diván en Túnez con realizadora femenina, son las mujeres quienes mejor representan los valores nuevos.

Pero el tono de Labbé es amable. La directora no demoniza a nadie, sino que busca más bien un esguince cómico para resolver las diferentes situaciones con la Selma se topa. Al fin y al cabo, estuviera o no estuviera Freud de acuerdo, reírse de uno mismo es la mejor terapia.


Fco. Javier Rodríguez Barranco

sábado, 2 de enero de 2021

EL FORTALECIMIENTO DE LA MUJER EN 'CITY OF JOY'

 



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                Y si de la guerra del Congo hablamos, es necesario recordar el documental City of Joy (2016), de Madeleine Gavin, que cuenta con entrevistas a:

-          Doctor ginecólogo Denis Mukwege Mukengere, que luego en 2018 sería galardonado con el Premio Nobel de la Paz.

-          La activista Christine Schuler-Deschryver, cuyo padre era belga y la madre congoleña, lo que no fue aceptado por la familia del padre. Para Christine es motivo de vergüenza que su abuelo fuera un colonizador. El padre, en cambio, sí mostró mucha mayor empatía por la población congoleña.

-          La cineasta Eve Ensler, que se había hecho famosa en 2002 al dirigir el documental Monólogos de la vagina. Posteriormente ha sido entrevistada para otros documentales, por lo que, se trataba de alguien conocido, lo que no satisfizo inicialmente a Christine, que estaba harta de que las celebridades llegaran al Congo para hacer fotos a sus habitantes como si estuvieran en un zoo.



Denis, Christine y Eve son los cofundadores de City of Joy, Ciudad de la alegría. Pero entre las intervenciones de las mujeres acogidas a esta iniciativa se encuentra Jane Mukunilwa, cuya historia es atroz, como las de las demás mujeres en ese recinto. No es la única de ellas en intervenir, pero sí la que más lo hace y en un momento dado, Jane cuenta que ella perdió la vagina y ahora solo tiene un agujero.

El doctor Mukwege tenía un hospital en Lemera, pero en 1996 soldados procedentes de Ruanda entraron en el Congo, destruyeron ese hospital y mataron a todas las mujeres que están ingresadas en él. Pero los soldados no son realmente soldados, sino milicianos, que no tienen cultura ni nada que perder.

Por eso se trasladó a Bukavu y abrió el hospital de Panzi.

En 2007 tuvo lugar la primera reunión para crear City of Joy, que fue inaugurado en 2011.


     La cuestión básica, según explica Christine, es la existencia de lo que ella califica como terrorismo sexual, es decir, en aquellas zonas con más posibilidades mineras, grupos de milicianos asesinan hombres, mujeres y niños, pero violan salvajemente a las mujeres antes de matarlas, algunas de las cuales consigue escapar. Han llegado a darse violaciones a niñas de 4 años e incluso de 6 meses.

Ante esa situación, grandes masas de población se han desplazado hasta Bukavu, dejando las manos libres a las grandes multinacionales de muchos países occidentales y China para poder explotar las minas a su antojo, en busca, entre otros, del coltán, que es muy apreciado para la fabricación de ordenadores.

Tan sencillo y tan espeluznante como eso.


De ahí que Christine esté convencida que la guerra en el Congo no acabará nunca, al menos, mientras haya minerales que extraer. Para esta activista, es muy significativo que la guerra de Bosnia acabara en años y medio: estaba en el corazón de Europa y no había intereses económicos en que continuara. Pero la guerra en el Congo es una realidad cotidiana, que dura ya varias décadas y de la que ya no se ocupan los informativos. Podemos pensar que ha terminado, pero la existencia de un centro de acogida como City of Joy demuestra lo contrario.

Lo que se busca con la Ciudad de la Alegría es que las mujeres que han sufrido tan espantosos ataques puedan transformar el dolor en fuerza, según consta en el lema de esta institución. Cambiar la mentalidad para afianzar a la mujer en su derecho a existir. Superar el miedo. Que estas chicas que han sufrido tanto sean líderes de sus comunidades.: llevará tiempo, pero es algo en lo que Christine, Eve y el doctor creen. Que no sean siempre infelices, que superen esos traumas y sean mujeres líderes, que son capaces de desarrollar su vida y enseñar a otras mujeres a desarrollarla. Hay que detener la violencia como estrategia bélica, detener las violaciones salvajes.


       Para ello, lo primero es convencerlas de que la palabra “vagina”, “Cuma”, como dicen ellas, no es pecado, de la misma manera que no es pecado decir “mano”. Muchas de estas mujeres ni siquiera se habían atrevido a mirar sus genitales con un espejo. Por ello, se les anima a que lo hagan y lo dibujen.

Eve insiste mucho en que ellas sientan que ocupan un lugar en el espacio, porque de esa manera serán conscientes de que están vivas y que su vida merece ser tenida en cuenta. Hay talleres textiles, bailan, Eve desarrolla una actividad de risoterapia, un juego, en realidad, y hay profesores de defensa personal.

También se les anima a contar su historia, que cada una saque fuera todo el sufrimiento que llevan dentro, con honestidad. Eve, por ejemplo,  desvela que fue violada reiteradamente por su padre cuando era niña, lo que a Jane le hizo pensar que esas cosas también pasaban en Occidente.


      Un hecho que estuvo a punto de acabar con la presencia del doctor Mukwege en este iniciativa es que cuando regresó a casa después de haber intervenido en Naciones Unidas el 25 de octubre de 2012, descubrió que sus hijas y sus sobrinas eran rehenes de un grupo armado que no ha sido identificado hasta la fecha, ni parece que haya interés por desenmascararlo, pero alguien le disparó. Lo dejó todo y huyó de la zona hasta que recuperó el compromiso por la actitud de numerosas mujeres que vendieron todas las frutas que pudieron para pagarle el viaje de vuelta. Desde entonces no vive en su casa, sino en el hospital, que tan solo abandona para ir a City of Joy, protegido por siete guardaespaldas.

¿Qué clase de futuro, se pregunta el doctor Mukwege,  puede esperar a los niños que han visto como mataban a sus padres y violado a sus madres, muchas de ellas asesinadas tras la agresión? Todo esto implica la destrucción total de la familia y la comunidad. El doctor lamenta que los bosques ya no son el espacio para el romanticismo, sino el escenario de la muerte y por ello ya nadie cultiva nada. Christine por su parte recuerda que para una niña de cuatro años que sobrevivió milagrosamente a una masacre y ha sido adoptada por ella la mayor bendición es tener las piernas largas para huir mejor.



Una vez que terminan las actividades, las mujeres se gradúan y emprenden una campaña similar para ayudar a otras mujeres. Se citan los siguientes ejemplos:

Zwadi trabaja como abogada defensora de las mujeres supervivientes de violencia de género.

Jackie ha creado cooperativas agrícolas en el este del Congo y forma parte del equipo de seguridad de City of Joy.

Sandra terminó la educación secundaria y ahora estudia enfermería.

Rousseau dirige un hogar para ancianas que se habían separado de sus familias.

Tulizo ha trabajado con niños que se quedaron huérfanos por la guerra y terminó su formación como peluquera.

Jane es ahora trabajadora social y líder en City of Joy.

Y la película finaliza con este dato: 180 mujeres se gradúan en City of Joy cada año.


Fco. Javier Rodríguez Barranco


EL GRAN SUEÑO EUROPEO EN 'JOY'


 


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El tráfico humano es el tema de Joy (2018), de la directora austríaco-iraní Sudabeh Mortezai, que ofrece el lado de acá, o sea, el país de destino de ese movimiento aberrante de personas. Nos hallamos, por lo tanto, con una película austriaca de tema africano cuya acción transcurre en esa parte de Viena que los turistas nunca visitamos. Y es curioso porque en mi experiencia personal he visto esta cinta por la tarde del día 1 de enero de 2021, siendo así que por la mañana había escuchado/visto por televisión el Concierto de Año Nuevo retransmitido, como siempre, con todo el esplendor  imperial de una Austria que un día soñó con vivir junto al mar en la península de Istria. Así, pues, las siglas ORF (Österreichischer Rundfunk, en español Radiodifusión Austriaca) aparecieron ante mis ojos en dos vertientes bien diferentes: en la misma ciudad en que Riccardo Muti deseaba un feliz año a la humanidad y hablaba de la fraternidad a través de la música, muchas mujeres arrastran unas vidas miserables en condicione indignas.


                Pues bien, en esa Viena que no viene en las guías, al menos en las que se ofrecen en las agencias de viaje, un grupo de mujeres nigerianas, algunas muy jóvenes, ejercen la prostitución, bajo una doble presión y con un denominador común: hacer frente a unas deudas cuyo origen es mágico, puesto que uno de los extremos que obliga a estas chicas a dedicarse a lo que se dedican procede de Nigeria, donde experimentan una ceremonia oficiada por el hechicero, cuyo  objetivo consiste en vincular a estas mujeres a las redes del tráfico de personas: poco más o menos, la cosa consiste en que si le dicen algo a la policía, su familia o ellas mismas sufrirán el juju (pronunciado “yuyu”, que es una palabra que no resulta del todo desconocida en nuestro país, aunque no se documente en el diccionario de la Real Academia). La película se inicia con esas hechicerías y hemos de reconocer que consiguen sacudir al espectador en su butaca nada más ocuparla.

                Esa sería la presión animista, complementada con la económica, pues estas mujeres que viajan a Europa, teóricamente para trabajar como limpiadoras, han contraído una deuda brutal con los traficantes de carne humana, lo que significa la otra vertiente de la tensión que sufren y se aplica ya en Europa, en este caso Viena. También se menciona una vez Salzburgo en Joy, una localidad que normalmente se evoca bajo los acordes de la exquisitez musical, todo lo cual evidencia la voluntad de la directora de sacarnos de nuestra zona de confort estético con zarpazos de realidad.

                De manera que se trata de una doble soga alrededor del cuello de estas mujeres, que ni siquiera trabajan para ganarse la vida, sino para pagar sus deudas y enviar dinero a Nigeria.

                Así las cosas, comprobamos que la textura del largometraje de Sudabeh Mortezai recuerda mucho el de Lizzie Borden, directora de un magnífico ejemplo de cine independiente estadounidense titulado Chicas de Nueva York (1986), que obtuvo el Premio Especial del Jurado en Sundance, pues ninguna de las dos construye un argumento con su planteamiento, su nudo y su desenlace, como marcan los cánones: no se trata de definir una trama con el trasfondo de la prostitución en la gran ciudad, sino que ambas películas, Joy y Chicas de Nueva York, se concentran en mostrar cómo es la vida de estas personas. Ambas gozan por lo tanto de un gran tejido documental: de hecho, la sinopsis oficial de Chicas de Nueva York se reduce a una línea sin demasiada complejidad sintáctica: “Un día en la vida de varias prostitutas en un burdel de lujo de Manhattan”: creo que es la primera vez que leo un resumen película que no usa ningún verbo.

Ambas películas definen universos distópicos, algo bastante acusado en la filmografía de la directora norteamericana, llamada originalmente Linda Elizabeth Borden y que a la edad de once años decidió adoptar el nombre de la asesina de Massachusetts Lizzie Borden, quien en la década de 1890 fue acusada de matar a hachazos a la mitad de su familia. Sin embargo, Chicas de Nueva York se sitúa en un lugar determinado durante un día en concreto, mientras que en la película de Mortezai  los contextos espacial y temporal son mucho más amplios, todo ello para mostrarnos diferentes secuencias de la vida de estas mujeres nigerianas condenadas a ejercer la prostitución en Europa.


        Por lo tanto, somos testigos de la explotación por la madame, también nigeriana, pero sin el más mínimo sentido de la fraternidad patriótica; del ambiente sórdido de la calle; de las agresiones a las chicas; de la angustia por enviar dinero a Nigeria; de la presencia espesa del juju que atenaza las voluntades; de la, digamos, ceremonia de iniciación de la recién llegada Precious, es decir, una violación doble por los gorilas de la madame; de la posibilidad constante de deportación como una espada de Damocles; de la crianza clandestina de los hijos; de la imposibilidad de alcanzar una vida normal; de la inoperancia de las oenegés, que tan solo tienen buena voluntad, pero nada pueden prometer para mejorar la vida de estas mujeres. Pero sobre todo, asistimos a la contagiosa perversión de las almas, pues en un momento dado la madame vende, así como suena, a Precious a otra red de prostitución, en este caso en Italia, y dispone que sea Joy, la prostituta veterana, quien acompañe a la joven al punto de encuentro, algo que se cumple con actitud profesional, sin dramas morales, porque no hay nada personal: Joy no siente ni afecto ni desprecio por Precious, a quien ha ayudado hasta donde ha podido, pero si tiene que entregarla a sus nuevos explotadores, la entrega a sus nuevos explotadores con total desapasionamiento. Es solo una cuestión de dinero. “Este trabajo es muy duro”, se queja Precious varias veces al inicio de su actividad. En realidad no se trata de un trabajo: es una esclavitud.


Y esa es la carga emotiva que Mortezai quiere transmitir: fragmentos de la dureza con que estas chicas desarrollan sus vidas como si todo ello estuviera presidido por un determinismo existencial básico, incuestionable, frío. Para mayor abundamiento, el espectador tiene todavía la oportunidad de comprobar el despilfarro obsceno en Nigeria del dinero enviado desde Europa.

Hay otra cosa llamativa y es que teniendo en cuenta que la película describe el submundo de la prostitución, no hay ni una sola escena ni de sexo ni de violencia: no vemos la violación a Precious, pero sabemos que está ocurriendo, y no vemos la agresión a Joy, pero sabemos que ha sucedido: la cámara salta del momento previo al ataque al momento posterior. De hecho, la calificación moral de esta película en Netfix es para mayores de doce años.

Y quiero señalar por último un detalle que no me parece menor, pues la directora elige para su película actrices sin experiencia escénica, un procedimiento del que tenemos grandes ejemplos en el neorrealismo italiano, como es el caso de Ladrón de bicicletas (1948), de Vittorio de Sica, o en la filmografía del colombiano Víctor Gaviria en películas como La vendedora de rosas (1998) o La mujer del animal (2016), entre otras. Además, en Joy, sin duda para eliminar la barrera convencional entre realidad y ficción, el personaje Joy se llama Joy Alphonsus al otro lado de la pantalla y Precious, Mariam Precious Sanusi. Por cierto, que Joy Alphonsus obtuvo el Premio a la Mejor actriz en el Festival de Sevilla.


Fco. Javier Rodríguez Barranco